Es harto conocida la debilidad que sentían determinados monarcas de la edad moderna por la música. En Inglaterra, Enrique VIII destacó como compositor e intérprete y su hija Isabel fue también una relevante mecenas, de hecho su figura inspiró la recopilación de madrigales The Triumphs of Oriana que reunió composiciones de veintitrés de los mejores músicos británicos de su época; la pasión de Luis XIV de Francia por la danza y por la música y el favor que manifestaba por el genial Jean-Baptiste Lully también son de sobra conocidos.
En el caso de España, los Reyes Católicos nos legaron como muestra de sus inclinaciones musicales el Cancionero de Palacio, que no es otra cosa que una antología de las piezas que se supone que más gustaban en la corte de Isabel y Fernando. Del monarca Carlos I también se conoce su afición por los músicos flamencos, que predominaban en su capilla real, y su figura ha donado para la historia un sobrenombre a la pieza de Josquin des Prez Mille Regretz, pues parece ser que por la afición que sentía por sus acordes ha llegado a conocerse como la Canción del Emperador.
Pero, ¿cuál fue la relación de Felipe II con la música? Debemos suponer que heredó la sensibilidad musical de su padre, además de asumir su capilla real de músicos flamencos. Y lo cierto es que vivió uno de los grandes momentos de esplendor de la música española.
Cuando nació el rey Felipe en 1527 todavía estaba viva la gran figura musical de la corte de los Reyes Católicos, Juan del Encina, que elevó con su arte hasta lo sublime los géneros del villancico y del romance. Murió dos años más tarde del alumbramiento del monarca, pero dejaba un panorama en el que la cultura musical española brillaba con esplendor propio.
Felipe crece en la era en que los grandes vihuelistas españoles están publicando sus libros de cifra que son el equivalente a los libros para música de laúd de los músicos italianos, alemanes y franceses, desde la primera mitad del siglo XVI, y de los ingleses hacia finales del mismo.
El Libro de música de vihuela de Diego Pisador se publica en Salamanca en 1532; cuatro años después aparece El Maestro de Luis de Milán, seguido de la obra de Luis de Narváez (1538), Alonso Mudarra (1546) y Enríquez de Valderrábano (1547). La segunda mitad del siglo nos entrega Orphénica lyra de Miguel de Fuenllana (1554) y El Parnaso de Esteban Daza, éste ya en la fecha tardía de 1576.
Se trata de una época prolífica y brillante musicalmente hablando, en la que entre muchos otros nos encontramos con Pedro de Pastrana y Mateo Flecha, que tras servir en Valencia en la corte del duque de Calabria entraron en el entorno de Carlos I, Cristobal de Morales que triunfa en Roma o Diego Ortiz, que en 1558 asume las funciones de maestro de capilla en la napolitana mantenida por el virrey, el tercer duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo.
El niño Felipe contó con su propia pequeña capilla de músicos desde los siete años, cuando se inaugura la Casa del Príncipe en 1535, como nos cuenta el musicólogo Pepe Rey en el magnífico artículo que escribió para la Fundación Juan March con motivo del ciclo Felipe II y las bellas artes de 1998. El pequeño tuvo a su servicio a un maestro de danza y a dos tañedores de tecla, Francisco de Soto y un joven ciego llamado Antonio de Cabezón.
Cabezón, una de las cumbres de la música española de todos los tiempos, sirvió a Felipe II durante cuarenta años y le acompañó haya donde iba, trasladándose por la península con la corte o siguiendo al monarca al extranjero. Fue una persona muy unida a la familia real. No en vano a su muerte en 1566 el mismo soberano hizo escribir en su sepulcro del antiguo convento de San Francisco el Grande: “Murió, ¡ay!, llorándole toda la Corte del Rey Felipe, por haber perdido tan rara joya.”
En 1543 Felipe asume la regencia y dispone de una capilla en condiciones dirigida por el maestro Juan García de Basurto. Al abdicar su padre en 1555, recibe la capilla del emperador que dirigía Nicolás Payen. Éste muere en 1559 y le sucede en el cargo Pierre de Manchicourt. Desde aquí en adelante todos los maestros de la capilla real de Felipe II serán flamencos.
Subraya Pepe Rey que este empeño del monarca por contratar músicos flamencos no supone un desprecio por los profesionales españoles. A su juicio, por una parte Felipe pretendía mantener la composición de la capilla original de su padre – y cita el deseo expreso del emperador de que su hijo “tenga su capilla en pie, como se está, sin disminuir della”-; y también considera que una capilla de composición flamenca tenía el valor de la imagen de marca, como diríamos en términos actuales de marketing, dado el prestigio de esa escuela de músicos.
Felipe II disfrutaba de la música y prueba de ello es la cantidad de piezas y conjuntos de piezas de la mayor calidad que se dedicaron a su persona. De acuerdo con lo expuesto por Rey en su artículo, la lista de nombres supone todo un lujo para cualquier aficionado a la música antigua:
“Palestrina le dedicó dos libros impresos; Victoria otros dos; Fernando de las Infantas, cuatro; Francisco Guerrero, Hernando de Cabezón, Miguel de Fuenllana y Diego Pisador, uno cada uno. Bartolomé de Escobedo y Philippe Rogier compusieron sendas misas con el emblema "Philippus Secundus Rex Hispaniae". Nicolás Gombert escribió un motete para celebrar su nacimiento; Alonso Mudarra, Tylman Susato, Thomas Tallis, Antonio de Cabezón, Georges de la Hèle, Joan Brudieu y Cesare Negri, entre otros, festejaron con música -y el último con danza- diversos acontecimientos de su reinado; Alonso Lobo, Adrián Capy y Ambrosio Cotes compusieron obras con motivo de su muerte.”
En cuanto a la relación personal del rey Felipe con las artes musicales, parece ser que no era aficionado al canto puesto que se le atribuye la frase: “No sabré decir la voz que tengo, porque nunca la he probado”. Parece ser que tañía la vihuela, aunque no con la destreza de su hermana doña Juana. Pero parece ser que sí danzaba bastante bien e incluso, cuando se vio aquejado de gota, procuraba colocarse en un trono “desde donde se veían con toda comodidad los pies y las cadencias de los que bailaban, a quienes examinaba con atención”, de acuerdo con testimonios de la época.
Sin embargo, el género musical que más entusiasmaba a Felipe II, y que concuerda con el retrato de su personalidad que ha llegado hasta nosotros, es el de la música religiosa. De acuerdo con el testimonio del padre José de Sigüenza, bibliotecario de Su Majestad en El Escorial, la pasión del monarca por las ceremonias sacras era tal que llega a afirmar el jerónimo: “jamás le vi vencido en cosas del oficio divino, por largas que fuesen en este convento y nos venció él a todos muchas veces”.
El canto llano y la liturgia fueron las formas musicales preferidas del rey, hasta el punto de que cuenta el propio padre Sigüenza una curiosa anécdota sobre cómo Felipe se internó en secreto como un ladrón en la capilla para poder hojear un libro recién llegado de canto litúrgico: “Tuvo tanta gana de verlo, por ser el primero, que, después de recogidos los religiosos, entró a gatas por una ventana que salía de su aposento al coro; andaba el Prior mirando si estaban los frailes recogidos y, como vio luz en el coro, entró a ver quién era y halló al Rey dentro y cogióle con el hurto, de que sin duda se puso colorado.”
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