sábado, 26 de enero de 2019

Sobre los antiguos instrumentos de batalla

La música siempre ha estado unida al ámbito militar. Los sones marciales insuflan ardor guerrero a las tropas que van a entrar en combate y también contribuyen a impresionar e intimidar al enemigo formado enfrente, en el campo de batalla. En el plano operativo, los toques de trompeta, clarín o corneta, eran utilizados para transmitir órdenes en medio del fragor del combate.

Por otra parte, en los desfiles y paradas militares las marchas e himnos interpretados refuerzan la solemnidad del acto y, tocando las emociones, generan en los presentes un sentimiento de identidad colectiva y, en última instancia, de patriotismo.

Las bandas militares actuales suelen comprender numerosos instrumentos, pero ya las tropas de la España imperial hacían uso de instrumentos en los distintos aspectos de la vida castrense. El musicólogo Francisco Barbieri estudió en el siglo XIX este campo y escribió sobre ello.

Barbieri es, entre muchas cosas, considerado el padre de la zarzuela moderna y un investigador de la identidad musical española. Fue comisionado por la reina María Cristina para estudiar cómo se regulaba en distintos países europeos la música militar. De ese esfuerzo, salió el texto Las músicas militares, donde cuenta cómo se hacía uso de la música en los ejércitos españoles en los siglos XVI y XVII.

Sin pretender de ninguna forma realizar una exposición exhaustiva sobre el tema, se pueden extraer de su escrito un puñado de datos curiosos.

Por ejemplo, nos habla del pífano, un instrumento nuevo a principios del siglo XVI entre las tropas españolas, que no era de origen árabe, como otros que se utilizaban. Parece ser que llega a la península desde Europa a través de los soldados suizos que habían servido en la Guerra de Granada y que en ese momento pertenecían a las tropas que el Gran Capitán comandaba en Italia.

Se trata de una flauta corta que se toca atravesada, que se llamaba originalmente Schweizerpfeife o Feldfeife, palabras cuya traducción es pito. El pífano o pífaro fue utilizado por la infantería española hasta que en tiempos más modernos desapareció casi por completo, de forma que solamente lo mantenía el Cuerpo de Alabarderos.

Comenta Francisco Barbieri que “A mediados del siglo XVII cada tercio español se componía de tres mil hombres, repartidos en doce compañías con dos atambores y un pífano cada una, lo cual daba un total de veinticuatro atambores y doce pífanos”.

Atambor no es otra cosa que la denominación arcaica del tambor. Parece ser que viene del persa tabir. El jefe de la banda de músicos era conocido como tambor mayor y se trataba de una plaza que exigía numerosos conocimientos, incluido el hablar idiomas, de manera que concluye Barbieri que era casi “un diplomático o enlace entre ejércitos contrarios”.

Durante el siglo XVI, se utilizaban los tambores y pífanos en la infantería española y las trompetas y los timbales para la caballería. Sin embargo, las ordenanzas de 1525 suprimen los timbales, entendemos que dado su volumen y consecuente incomodidad para el jinete que entra en batalla. No obstante, su uso se mantiene en tiempos de paz y, de acuerdo con el texto de Francisco Barbieri, el propio Felipe II mantenía en su Real Caballeriza diez trompetas y seis timbaleros.

Los toques de guerra quedaba  a cargo de la trompeta, donde hay que distinguir entre la trompeta italiana y la trompeta española o bastarda. 

La trompeta propiamente de batalla era la italiana, mientras que la española, que podía producir muchos sonidos intermedios de los armónicos naturales, estaba dedicada a fines más artísticos (Felipe Pedrell, Diccionario técnico de la música, 1897).

La denominación de bastarda que tenía la trompeta española la explica Covarrubias en su obra Tesoro de la lengua castellana. En sus palabras, es la que media entre la trompeta, de sonido fuerte y grave, y el clarín, que lo tiene delicado y agudo. Aunque, como afirma Miguel Querol (La música en la obra de Cervantes, 2005), los clarines no eran más que trompetas tocadas en el registro agudo.

A menudo se combinaba el toque de las dos, como demuestra el Romance del conde Claros:

“Las trompetas y bastardas
comenzaron a sonar
un triste son dolorido
que a todos hace llorar”

Al igual que en el caso de los tambores, existía la figura del trompeta mayor de caballería, que tenía características parecidas al antes mencionado tambor mayor de infantería.


miércoles, 23 de enero de 2019

Gabrielli y Scarlatti: los primeros pasos de la independencia del violonchelo

La chelista Guadalupe López Íñiguez ha elegido para su primera grabación discográfica la obra de Domenico Gabrielli y Alessandro Scarlatti.Según su propio testimonio, son dos figuras con las que estableció una conexión cultural cuando estudiaba violonchelo y, de alguna forma, contribuyeron a construir su identidad musical.

Es por ello que nos encontramos ante un disco en el que la intérprete rinde un sincero homenaje a sus orígenes profesionales, cuando comenzó a adentrarse en el terreno de la música antigua, e intenta establecer un puente entre el rigor artístico de recrear un  pasado histórico y una aproximación emocional a las partituras en cuestión.

Por añadidura, López nos propone un viaje en el tiempo, aunque, a fin de cuentas, todo disco de música antigua lo es. En su caso, ella ha elegido trasladarnos a los comienzos del violonchelo, cuando el instrumento comenzaba tímidamente a robarle parte del protagonismo a su hermano, el popular violín, en la segunda mitad del siglo XVII.

Y no es, por tanto, casualidad la selección de los dos nombres que firman las piezas del CD. Domenico Gabrielli es probablemente el autor de las sonatas para chelo más antiguas que se conocen. Por su parte, a pesar de que Alessandro Scarlatti es sobre todo recordado por su música vocal, es conocida la atracción que sentía hacia este instrumento, al que dedicó también piezas instrumentales.

Guadalupe López es especialista en psicología educativa de la música y trabaja actualmente de profesora adjunta de educación musical en la Academia Sibelius, una institución de enseñanza superior de música finlandesa. Como intérprete tiene ya una larga experiencia como solista, habiendo actuado en numerosos festivales, y también toca ocasionalmente con la Helsinki Baroque Orchestra.

El disco presenta tres sonatas para violonchelo y bajo continuo de cada uno de los compositores, además de varios ricercares y un canon para dos chelos de Gabrielli.

El violín comienza a cobrar importancia en la música hacia 1600 y su timbre agudo le convierte en el instrumento protagonista idóneo para las sonatas y las sonatas a trío, mientras que el violonchelo, a veces referido como violín bajo, es relegado al principio a funciones de acompañamiento.

Se trata de un instrumento que recibe numerosos nombres a lo largo del siglo XVII, como apunta Stephen Bonta (From Viol one to Violoncello: A Question of Strings, 1977), ya que puede aparecer denominado como bassetto, bassetto di viola, basso da brazzo, basso di viola, violetta, violone y violone da brazzo, hasta la segunda mitad del periodo, en que empieza a conocerse como violoncino y violoncello.

Y no es hasta la segunda mitad del siglo XVII en que comienzan a componerse piezas para chelo solo, y este fenómeno tiene su origen en el norte de Italia, en concreto en Módena y Bolonia. En la década de 1680 comienzan a aparecer partituras para este instrumento y, en concreto, la música más antigua que se conoce es una colección de doce ricercares sin acompañamiento publicadas en 1687 por Giovanni Battista Degli Antoni. Dos años después salen a la luz dos manuscritos de Domenico Gabrielli que contienen siete ricercares, un canon para dos chelos y dos sonatas. Entre 1695 y 1697, Giuseppe Jacchini publica en Módena cuatro sonatas para violonchelo y continuo.

El desarrollo de música en la que el violonchelo adquiere un protagonismo que antes no había alcanzado tiene su porqué en ese momento y en ese lugar. Gregory Hamilton (The origins of solo cello literature and performance, 1984) lo atribuye a dos factores esenciales: la aparición en el norte de Italia de la primera generación de verdaderos chelistas, que incluiría los nombres arriba mencionados y algunos otros, y, también, la innovación que supuso combinar alambre metálico con las cuerdas de tripa, lo que dio lugar a cuerdas más cortas y delgadas que permitieron un sonido más fuerte.

Sobre el primer aspecto, el surgimiento de una escuela de violonchelistas en Módena y Bolonia, podemos citar los siguientes nombres: Giovanni Battista Vitali, Domenico Galli, Petronio Franceschini, Attilio Ariosti, Antonio y Giovanni Bononcini, Evaristo Felice Dall'Abaco, Pietro Paolo Laurenti  y Angelo Maria Fiore.

En relación con el instrumento en sí, el chelo barroco, cuya evolución no se produce hasta finales del siglo XVIII, guarda ciertas diferencias con el moderno. El ángulo del cuello era más recto, casi paralelo con el instrumento. Esto creaba un menor ángulo en el mástil en relación con el cuerpo e implicaba una menor altura del puente. Comparado con el actual, aquel violonchelo barroco presentaba menor capacidad de tensión de las cuerdas y un sonido más fino 

Todos estos aspectos creaban un sonido más suave, cálido y redondo, que Mark Vanscheeuwijck (The Baroque Cello and Its Performance, 1996) define de una forma muy gráfica:

“Yo personalmente asocio el sonido del chelo barroco al cálido brillo de la luz de una candela, y aquella del chelo moderno al claro y más enfocado destello de la luz eléctrica. Los dos son igualmente bellos a su manera y cuando son utilizados en el contexto adecuado, pero son diferentes.”

Guadalupe López Íñiguez ha querido recrear con su trabajo esas primeras composiciones en las que el violonchelo asumía un protagonismo y emulaba la independencia solista del violín. Y eso le lleva hasta Domenico Gabrielli.

Gabrielli fue uno de esos pioneros de la élite de chelistas que trabajó en Bolonia en la segunda mitad del siglo XVII, siendo alumno, entre otros, de Francheschini y Vitali, dos de los precursores de la técnica del instrumento. También estudió composición en Venecia con Giovanni Legrenzi.

Tuvo la fortuna de interpretar en dos de las más relevantes instituciones musicales del momento, la  Accademia Filarmonica, de la que se convirtió en presidente en 1683, y la orquesta de la basílica de San Petronio. Esta última fue definida por su arquitecto Andrea Manfredi como “la mayor iglesia de la Cristiandad”, y como medida de su imponencia como templo, destacar el hecho de que disponía de un espacio para orquesta, que podía albergar entre diez y veinte músicos.

Su destreza con el instrumento le valió el sobrenombre de Winghino dal violoncello o Domenico del violonchelo.

Domenico Gabrielli tiene en su haber las primeras composiciones exclusivamente para chelo, cuando la mayoría de los músicos de la época empleaban el instrumento solamente en el continuo. Él también lo utilizó como acompañamiento en óperas y otras obras vocales, y también lo incluye en sus sonatas. Pero también examinó las posibilidades expresivas del cordófono en solitario con sus ricercares, las siete que compuso en 1689, que están todas incluidas en el disco de Guadalupe López, objeto de estas líneas.

Resulta necesario apuntar, como reconocimiento de la figura de Gabrielli, que su serie de ricercares aparece treinta años antes que las seis suites de Bach para violonchelo solo, que están consideradas como las piezas más destacadas del Barroco para este instrumento.



El otro protagonista de esta obra es Alessandro Scarlatti, presente en el disco a través de sus tres sonatas para chelo. Curiosamente, el Scarlatti al que se asocia directamente con la música instrumental, y más en concreto con la sonata, es su hijo, Domenico. El progenitor, por contra, ha pasado a la historia como creador de música para la voz: óperas (escribió más de cien) y cantatas (en torno a setecientas cincuenta).

No obstante, Alessandro le guardaba afición al violonchelo y nos dejó estos magníficos ejercicios instrumentales, sus sonatas, en los que el chelo actúa como solista, acompañado de bajo continuo.

Acompañando en el disco a Guadalupe López Íñiguez, se presentan Markku Luolajan-Mikkola, también interpretando el chelo; Olli Hyyrynen, en la guitarra y Lauri Honkavirta, tocando el clave.

Constituye una obra de singular belleza que muestra la capacidad expresiva que supo plasmar el violonchelo cuando inició su andadura como instrumento solista.


domingo, 13 de enero de 2019

Con ustedes la gran Mariana de Borja, música, bailarina y actriz de la escena barroca

La riqueza cultural del Siglo de Oro español nos ha legado los nombres de grandes dramaturgos. Sin embargo, dejando de lado el inmenso valor literario de los textos de las obras, resulta apasionante sumergirse en la forma en que se ponían en escena en el momento en que se escribieron y descubrir a esos otros personajes, los que no han pasado a la historia en letras tan grandes, como son los actores que las interpretaban o los músicos y cantantes que aportaban su música al drama. Porque en el teatro barroco nunca faltaba música.

Entre todos los nombres que aparecen aquí y allá en los documentos de la época o en eruditos estudios posteriores, surge, brillando con una intensa luz propia, el nombre de Mariana de Borja, una de las figuras más polifacéticas de las tablas del siglo XVII. “La Borja”, como era conocida artísticamente, además de actriz, cantaba y bailaba en escena, y, por si fuera poco, tocaba con destreza el arpa. Es sin duda uno de esos personajes apasionantes y maravillosos que se quedan en las cunetas de la historia, pero que merece la pena conocer en la medida de lo posible.

Mariana era música de oficio, un gremio que comienza a asociarse con la escena en España a mediados del siglo XVI, cuando surgen las primeras compañías profesionales, pero que en el siguiente se funde definitivamente con ella, gracias a las grandes exigencias musicales que desarrolla el teatro en la época.

Esta necesidad de incorporar elementos musicales en las obras es todavía más imperiosa en el caso de las representaciones teatrales de la corte, verdadera cuna del teatro musical español, como apunta María Asunción Flores Asensio (Músicos de las compañías que residen en esta corte:músicos y empresa teatral en Madrid en el Siglo de Oro, 2010), y, dado que los músicos de las instituciones de la Casa Real rara vez se implicaban en estos eventos, las ejecución de la música escénica corría a cargo de los intérpretes de las compañías teatrales. De ahí que los mejores fuesen muy solicitados y recibiesen altos salarios.

A pesar de esta demanda de músicos, en las obras ocupaban un papel secundario, detrás de los actores protagonistas y de los cantantes. Generalmente, en los textos se alude a ellos genéricamente como “músicos” o interpretan papeles muy de segunda fila, como ciegos, barberos o sacristanes. Esto, sin embargo, no aplica para la mujer que nos ocupa, que desarrolló su carrera profesional como tercera y cuarta dama de las principales compañías que trabajaban en Madrid.

Aunque hay cierta confusión sobre sus orígenes, parece lo más probable que Mariana de Borja fue hija del arpista Antonio de Borja. Lo que sí parece cierto es que se crió en el mundo de la farándula y que llevaba la escena en sus venas.

En su faceta de actriz se especializó en papeles cómicos, ejerciendo como tercera dama o “graciosa”. Sobre su habilidad como cantante, existen numerosos testimonios que destacan la belleza y potencia de su voz.

Su carrera pudo tener sus comienzos hacia 1651 y lo cierto es que en 1652 aparece como cuarta dama en la compañía de Mariana Vaca, en la que trabajaba igualmente su marido, el actor Bartolomé Romero, apodado el Mozo. Entre 1653 y 1659 figura en la compañía de Diego de Osorio, también como cuarta dama y arpista, o como “música y representanta”. Osorio parece ser que apreciaba sobremanera la forma de tocar el arpa de Mariana. En los años 1661, 1669, 1672 y 1673 trabaja en la compañía de Antonio de Escamilla.

Y más: en 1662 es contratada por Simón Aguado y Juan de la Calle, y entre 1663 y 1664 figura en la compañía de José Carrillo, como tercera dama. De 1665 a 1667 actuaba en la compañía de Francisco García el Pupilo y en 1671 en la de Félix Pascual y Agustín Manuel. Entre 1674 y 1676 aparece en la compañía de Manuel Vallejo y, finalmente, en 1679 en la de su segundo marido, Cristóbal Caballero. El primero, Bartolomé, murió en 1653.

Una carrera teatral espectacular, mayormente desarrollada en la villa y corte. Además, Mariana solía frecuentar las fiestas y celebraciones palaciegas. Ya en 1651 aparece como Segunda Voz en una loa que escribió Antonio de Solís para la comedia de Calderón de la Barca Darlo todo y no dar nada, que fue representada con motivo de la “fiesta de los años, del parto y de la mejoría de la Reyna nuestra Señora”. Y son muchos más los eventos cortesanos en los que participó, dado que fue muy apreciada por la realeza

Resulta curioso el uso de motes entre los actores y actrices del Barroco, un aspecto que ha estudiado concienzudamente Mimma de Salvo de la Universitat de Valencia (Apodos de los actores del Siglo de Oro: procedimientos de transmisión, 1998). De acuerdo con sus investigaciones, las actrices recibían su sobrenombre por dos vías: como hijas de cómicos podían adoptar el apodo y el apellido de la madre o el padre; como esposas también podían llevar el apellido o apodo de su marido. De esta forma, concluye Salvo:

“Es el caso de Jerónima de Sándoval 'la Sandovala', hija de Jerónimo Sandoval; de Ana Falcón 'la Falcona', hija de Jaime Falcón; María Calderón 'la Calderona', hija de Luis o Cristóbal Calderón; Mariana de Borja 'la Borja', hija de Antonio de Borja; o el ejemplo arriba citado de Lucía de Salazar, 'la Salazar'; o el caso de Antonia Francisca de Morales 'la Guinda', hija de Pablo de Morales 'el Guindo'; Francisca Monroy 'la Guacamaya', hija de Antonio de Monroy 'el Guacamayo'; María de Villaviciencio 'la Chamberga' hija de Carlos de Villaviciencio 'el Chambergo;' de Juana, María, Manuela y Francisca Blanco, todas apodadas 'la Ronquilla' y todas hijas de Juan Blanco, ´el Ronquillo´.”

Otro rasgo interesante de las actrices barrocas es que a menudo aparecían en escena con sus verdaderos nombres. Valga como ejemplo este fragmento de una loa que precedía a la comedia La mejor flor de Sicilia, santa Rosolea de Agustín de Salazar. Las loas en la escena del siglo XVII eran pequeños diálogos que precedían a la obra en sí y que incluían música de guitarra, vihuela y arpa. En el siguiente ejemplo, entra La Borja con nombre propio:

Manuela:
Porque Madrid
tiene tantos raros extremos
que a muchos les quita el juicio,
pero a los más les ha vuelto.

Sale Mariana de Borja.

Borja:
Tan cierto es eso que yo
soy ya Mariana, y no Orfeo,
porque si Orfeo bajaba
desde el tenaro al infierno,
estando en Madrid, yo digo,
que desde Madrid al cielo.

Genio y figura hasta el final, pues murió un año después de retirarse de las tablas, en 1681.