Recientemente ha caído en mis manos (¡gracias Ricardo!) una escueta publicación dedicada a la iconografía musical de la Catedral de Pamplona. Parece ser que este templo gótico comparte con el de Santiago de Compostela, además de ser un eslabón dentro de la senda jacobea, el presentar numerosas referencias a instrumentos musicales en el ámbito de su ornamentación. La actual construcción se asienta sobre una catedral románica de proporciones similares a la de Santiago.
La presencia de tantos intérpretes e instrumentos distintos nos da una idea del papel que jugaba la música en la vida de la Edad Media, tanto desde su aportación a la difusión del esplendor del culto como desde planos laicos más lúdicos asociados a la vida de la comunidad.
En la iconografía de la Catedral de Pamplona se pueden encontrar hasta cincuenta y siete instrumentos representados, pertenecientes a todas las familias: cordófonos, aerófonos, membranófonos e idiófonos. En suma, una impresionante muestra de la música medieval.
Fijándonos con atención podemos descubrir instrumentos musicales en todo tipo de elementos: frescos, jambas, capiteles, arquivoltas… Podemos decir que están por todas partes.
A modo de ejemplo de lo que podemos encontrar en este templo catedralicio, he seleccionado varios elementos que expongo a continuación.
Empezando por las trompas, encontramos imágenes como las siguientes:
La vihuela de arco y el rabel también tienen su sitio entre las imágenes.
En las jambas, vihuela de arco de nuevo, cinfonia y gaita.
Otro rabel y una trompeta o similar.
Y un último ejemplo de laúd medieval y vihuela de mano.
Una maravilla para cualquier amante de la música antigua.
La música antigua también encierra misterios, no tantos como la arqueología, pero igualmente atractivos como combustible para la imaginación. Uno de los más notables es el de la personalidad de Monsieur de Sainte-Colombe, un intérprete y compositor para viola de gamba del que apenas sabemos nada, ni tan siquiera su nombre de pila, por lo que ha pasado a la historia como “señor” de Sainte-Colombe.
Dado que vivió en la Francia de la segunda mitad del siglo XVII, una época relativamente cercana en el tiempo y bien documentada, resulta muy raro que conozcamos tan pocos detalles de su vida. Por otro lado, este “hueco” o falta de información ha permitido que sean válidas todas las posibles elucubraciones y recreaciones del personaje, como es el caso del largometraje Tous les matins du monde de Alain Corneau, que relata las relaciones entre Sainte-Colombe y su genial alumno Marin de Marais.
Esta película, estrenada en 1991, presenta a un Monsieur de Sainte-Colombe huraño y retirado de la vida social tras la muerte de su mujer, que acepta impartir lecciones de viola de gamba a Marais. Lo cierto es que esta enseñanza duró muy breve espacio de tiempo y Marin de Marais triunfó enseguida como músico de la corte de Luis XIV.
De lo poco que se sabe de él parece ser cierto que vivía bastante apartado de la sociedad en su casa de Saint-Germain l'Auxerrois, París, y que era de natural modesto y reacio a recibir honores y homenajes. En su obra de 1732 Le Parnasse Francais, Evrard Titon du Tillet relata que Sainte-Colombe era aficionado a ofrecer recitales en los salones de su propia mansión, en los que dos de sus hijas le acompañaban a la viola de gamba.
A pesar de que no nos ha llegado su personalidad ni prácticamente los hechos de su vida, si que hemos recibido su extensa obra. Los sesenta y siete Concerts à deux violes esgales y las más de ciento setenta piezas para viola solista de siete cuerdas le convierten en el más prolífico compositor para este instrumento anterior a Marais. Por cierto, se cree que fue él el que añadió la séptima cuerda al instrumento.
Poco más que decir y mucho que escuchar de este genio de la música antigua.
La fuga del talento de nuestro país no es algo asociado a la crisis actual ni a la torpeza y cortedad de miras de los gestores públicos y privados que rigen nuestros destinos. El no saber apreciar la grandeza creativa y profesional de nuestros compatriotas es un rasgo asociado a la tradición española, como la siesta, el tintorro, o si me apuráis, el ansia de ganar dinero sin trabajar a base de favores, prebendas y chanchullos. El caso del catalán Fernando Sor es representativo en este sentido: uno de los músicos más brillantes y apreciados internacionalmente que se vio obligado a vivir gran parte de su vida fuera de España por razones políticas. Digamos por la tradicional cortedad de mente de este pueblo miserable que transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras, que decía Don Ramón María del Valle-Inclán.
Fernando Sor se movió entre el final del clasicismo y el naciente romanticismo, aunque se mantiene más aferrado al primero. A pesar de su fama como compositor de piezas para guitarra, su obra es variada y diversa e incluye óperas, melodramas, canciones, cantatas, motetes y sinfonías. Supo atender a la demanda musical en cada momento y en cada lugar, lo que le llevó entre otras cosas a componer ballets, puesto que en el Londres de principios del siglo XIX, uno de sus destinos en el exilio, este género era más apreciado que la ópera.
Pero vayamos por partes. Sor nació en 1778 en Barcelona y recibió formación musical en la escolanía de Montserrat, estudiando posteriormente ingeniería militar, lo que nos ofrece una pista importante sobre su preparación académica y capacidad intelectual. En el monasterio el joven Fernando aprende canto, órgano y violín con el padre Anselm Viola como maestro en técnica musical. Su inclinación hacia la ciencia, plasmada a través de sus estudios en la Real Academia Militar de Matemáticas de Barcelona, quizá influyeron en el plano musical en su inclinación hacia la universalidad y corrección formal del clasicismo, en vez de escorarse hacia el intimismo y la subjetividad más propios del romanticismo incipiente.
Su primera ópera la estrena a los diecinueve años en Barcelona, Il Telemaco nell’isola di Calipso, y en los años previos a la Guerra de la Independencia compone todo tipo de música escénica, además de otras piezas de variada índole, como sonatas para guitarra o motetes, realizando en este último caso incursiones en la música sacra (Motete al Santísimo Sacramento).
A pesar de que tras el levantamiento del pueblo español contra el ejército de Napoleón, iniciado en 1808, Sor compone numerosas obras de corte patriótico y libertario, tras la restauración de Fernando VII en el trono se le tacha de “afrancesado”, o colaboracionista con el gobierno de José I, y en 1813 se ve obligado a exiliarse a Francia. Será el comienzo de una aventura personal y profesional que le llevará a triunfar en distintas capitales europeas. El mismo pueblo embrutecido que obligó Fernando Sor a dejar su patria fue el mismo que recibió con los brazos abiertos al más nefasto y déspota de los Borbones, Fernando VII, al grito de “vivan las cadenas”.
De París pasó a Londres en 1818, ciudad en la que residió cuatro años y en la que cosechó muchos de los mayores éxitos de su carrera. Lo maravilloso de Fernando Sor es que era capaz de ofrecer a la gente lo que ésta quería; lejos del perfil de genio incomprendido, creaba piezas que el público apreciaba, y en cualquier caso sabía generar una demanda para sus composiciones.
El caso es que en Inglaterra Sor se convierte en una estrella de la música, por utilizar un término actual, y demuestra un talento inigualable para venderse profesionalmente. Compone e interpreta canciones para guitarra además de impartir clases de canto a las familias acomodadas londinenses. Sin embargo, su verdadero acierto, lo que le ganó el reconocimiento del público, fue la composición de Arietas, dúos y tríos en italiano con acompañamiento de piano. Sus Arietas se publicaron, además de en la capital británica, en Leipzig y en París, extendiendo su fama como músico por el continente, y cada nueva entrega era recibida con verdadera expectación.
Además, su polifacética personalidad como compositor le llevó a componer ballets, como es el caso de Cendrillon (1822) que fue coreografiado por M. Albert (François Decombe) y que se mantuvo en escena entre 1823 y 1830, exhibiéndose también en Bruselas, Moscú y Burdeos.
Más adelante Fernando Sor viaja a Rusia donde interpreta música ante la madre y la esposa del zar Alejandro y sus obras se estrenan en el Teatro Bolshoi. A la muerte del zar, una obra suya es seleccionada para las exequias, la Marche funèbre à la mort de S.M. l’Empereur Aléxandre, composée pour la musique militaire et executée aux Funérailles (1826) para instrumentos de viento y publicada en reducción para piano. Sor era sin duda una gran estrella internacional.
Volvió a París en donde residió hasta su muerte en 1839, aunque su deseo hubiera sido poder regresar a España, su país, para lo que dedicó obras al monarca Fernando VII y posteriormente a la regente María Cristina. Pero nunca fue llamado a palacio. En una ocasión Fernando Sor expresó su amargura en este sentido, repasando de los reconocimien¬tos que había recibido de monarcas extranjeros y lamentando no haber tenido “el honor de obtener la misma aceptación del [monarca] de la nación a la que pertenezco”. En fin, qué se puede esperar de este país de pícaros y panderetas.
Empezamos 2013 en Soledad tengo de ti con un post que quizá toca demasiado indirectamente el tema de la música antigua, pero que entra de lleno en el panorama de las artes escénicas de la era isabelina en Inglaterra. Se trata de una anécdota protagonizada en el año 1600 por el actor William Kemp que consistió en realizar bailando el recorrido entre las localidades de Londres y Norwich. Es un equivalente más modesto al deportista actual que realiza alguna hazaña del tipo de atravesar un océano navegando en solitario patrocinada por alguna marca comercial.
Kemp, ampliamente conocido en la época por sus dotes interpretativas para la comedia, probablemente llevó a cabo esta epopeya como una forma de aumentar exponencialmente su imagen pública (pues fue un tema que dio mucho que hablar), para ganar dinero a través de patrocinios y apuestas, y sobre todo, para reírse y ejecutar una gran broma, dado que distintos textos y escritores de finales del siglo XVI le pintan como un inmenso guasón.
Las gigas obscenas de Will Kemp, de las cuales han sobrevivido cuatro, le hicieron ciertamente conocido por todo el país y también en el continente, pues la versión que tenemos de dos de ellas procede de una traducción del alemán. Se trataba de cancioncillas que dramatizaban situaciones con alto contenido sexual y picante, como por ejemplo Singing Simpkin, en la que una dama seduce a su sirviente en ausencia de su marido y luego le esconde en un cesto de la ropa al regreso de éste, dando lugar a una escena cómica inspirada en el Decameron de Boccacio. Everard Guilpin en su colección de versos satíricos Skialethia de 1598 refiere:
“Whores, beadles, bawds and sergeants filthily/Chant Kemp´s Jig (Putas, bedeles, alcahuetas y sargentos zafiamente cantan la giga de Kemp).”
La relación de William Kemp con el teatro le sitúa como miembro fundador de la compañía escénica Lord Chamberlain´s Men en 1594, dirigida por el dramaturgo, actor y empresario William Shakespeare. Al igual que el otro Will, Kemp combinaba su actividad sobre el escenario con la gestión de los negocios asociados a la compañía. Sobre su participación como intérprete en obras de Shakespeare no existe información clara, aunque se intuye su influencia en Las alegres comadres de Windsor, que incluye una escena con un cesto de ropa parecida a la descrita en la balada Singing Simpkin, así como otros detalles de diversas obras que pueden haber sido inspirados por las experiencias y los viajes al extranjero realizados por Kemp a lo largo de su vida (Shakespeare nunca salió de Inglaterra).
Pero volviendo al eje del post que era la famosa marcha bailando entre Londres y Norwich, parece ser que efectivamente consiguió realizar las 110 millas de recorrido ejecutando la danza Morris, una danza tradicional inglesa, generalmente acompañada por música, que formaba parte de procesiones y festividades sobre todo asociadas al mes de mayo, como bien apunta Wikipedia. Kemp partió de Londrés el 11 de febrero de 1600 acompañado de su sirviente, William Bee, de un tamborilero, Thomas Sly, y de un testigo, George Sprat, cuya misión consistía en asegurar que el bailarín no hacía trampa.
Los nueve días que llevaba en esa época el citado viaje les llevó a ellos un mes y allá por donde pasaban eran jaleados y agasajados por una población sorprendida por el jocoso espectáculo ofrecido por Kemp. No faltan anécdotas cómicas que jalonan la travesía y que fueron relatadas por el propio Will Kemp. Tampoco faltaron los que quisieron emularle a su paso y comprendieron en sus carnes lo esforzado de la aventura, como un fornido carnicero de Sudbury que no pudo bailar con Kemp más que media milla antes de caer agotado.
William Kemp relato su hazaña en una panfleto titulado Kemp´s Nine Days Wonder (Los nueve días asombrosos de Kemp), que supuestamente iba dirigido, y de hecho estaba redactado como una misiva, a la dama de honor de la reina Anne Fitton. Al llegar a Norwich, la expedición bailona fue recibida con todos los honores por la población y las autoridades locales. La ciudad corrió a cargo de todos los gastos de la estancia y el alcalde le otorgó a Kemp una anualidad de cuarenta chelines.
El inquieto Kemp viajó el año siguiente por Italia y Alemania relacionándose con todo tipo de europeos asociados a las artes, y murió algunos años después, dejando como estela su fama de personaje tan pintoresco como divertido.