sábado, 30 de septiembre de 2017

Rappresentazione di anima e di corpo, entre la ópera y el oratorio

Para algunos, el primer oratorio que se compuso en el Barroco. Para otros, se trata de una ópera piadosa. Si hay una pieza en la historia de la música que ha levantado controversia en cuanto a su género, es sin duda Rappresentazione di anima e di corpo escrita por Emilio de Cavalieri y representada por primera vez en el año 1600.

Se trata éste de un año clave que da paso al cambio de siglo y que en la música abre simbólicamente el Barroco, un cambio de planteamiento auspiciado por músicos como Giulio Caccini, Pietro Strozzi, Claudio Monteverdi, Vincenzo Galilei y el propio Cavalieri. De hecho, en octubre de ese mismo año es estrenada Euridice de Jacopo Peri, considerada la primera ópera que ha llegado hasta nosotros (en 1597 había estrenado la que parece ser que fue la primera pieza de este género, Dafne, pero por desgracia no ha sobrevivido hasta nuestra época).

Emilio de Cavalieri, aparte de ejercer como diplomático para los papas Inocencio IX y Clemente VIII, fue un destacado compositor y coreógrafo, además de organista y bailarín. Está considerado como uno de los precursores de las principales formas musicales que caracterizan el Seicento, como son el la monodia, el estilo recitativo y el bajo continuo, que constituyen la base de la ópera primigenia.

A modo de resumen de su carrera en el sector de la música, hay que destacar que entre 1578 y 1584 Cavalieri estuvo programando eventos musicales para el Oratorio de San Marcello en Roma. Posteriormente, en 1588, le encontramos en Florencia al servicio del cardenal Fernando I de Medici, trabajando en lo que hoy se entiende como producción de espectáculos y ocupándose de la puesta en marcha de obras de teatro, recitales musicales y la organización de fiestas y festejos diversos.

Fernando, el patrón de Emilio de Cavalieri, abandona la púrpura cuando muere su hermano, Francisco I, con el objeto de convertirse en Gran Duque de Toscana, y desposa en 1589 a Cristina de Lorena. Parece ser que Emilio de Cavalieri compuso un madrigal y un ballet como parte de los fastos de la celebración del enlace.

Cavalieri es uno de los teóricos responsables de la revolución musical del Barroco, dentro del colectivo Camerata Florentina, junto con Peri y Caccini, siendo los tres de los más activos miembros en este sentido. De hecho, esta triada de nombres es considerada como la base de compositores del Barroco primitivo.

Analizando la obra de estos pioneros, surge la pregunta de quién fue el primero en utilizar la monodia, es decir, el canto a una sola voz, tan distinto de la polifonía renacentista. Manfred Bukofzer (Music in the Baroque Era,  1947) afirma que el propio Jacopo Peri, autor de la primera ópera conocida,  reconoció en su día que Cavalieri fue el primer compositor de monodia, si bien subraya que ésta era distinta de la que él componía. Por su parte, Claudio Monteverdi le atribuye ser uno de los responsables del desarrollo de la seconda pratica.

En relación con la obra de Cavalieri que nos ocupa, el debate en torno a Rappresentazione di anima e di corpo, aparte de si es o no el primer ejemplo de monodia barroca, se centra sobre si es una ópera o un oratorio, en este último caso, siendo el primero de la época. No queda clara su naturaleza y parece cabalgar entre los dos géneros.

El oratorio es una pieza de carácter religioso que consta de recitativos, arias para voces, coros y números instrumentales. En general, se basa en textos de exaltación de la fe y la pasión. En el caso de Rappresentazione di Anima e di Corpo, el libreto describe un diálogo alegórico entre el alma y el cuerpo, escrito por el padre Agostino Manni -un discípulo de san Felipe Neri-, en torno a la renuncia a los placeres materiales y la salvación espiritual. En la acción intervienen otros personajes como la Prudencia, la Conciencia, el Tiempo, el Intelecto, el Mundo, la Vida Mundana o el Ángel de la Guarda, entre muchos otros, así como un coro que apoya el diálogo de los solistas.

Para Bukofzer, si bien la obra de Cavalieri puede haber precedido a la de Peri en el desarrollo del stile rappresentativo, considera que Anima e Corpo tiene un estilo seco (dry recitative) a diferencia de la ópera florentina. A su juicio, Cavalieri puede haberse anticipado a Peri, pero es inferior artísticamente (“the music of Cavalieri who may, at best, claim temporal but not artistic priority”).

El musicólogo entiende esta pieza de Cavalieri como un híbrido entre la ópera y el oratorio (“a cross between oratorio and sacred opera”). Se asocia siempre con el género del oratorio porque de hecho fue representada en un oratorio, el Oratorio de la Vallicella, en 1600. Para él, comparte rasgos operísticos, como la continuidad de la música. Por contra, se aparta de ese género por su carácter alegórico. A su juicio, al ser una pieza creada para los Jesuitas, fue uno de los múltiples intentos de la Contrarreforma para seleccionar elementos de las formas artísticas seculares que pudiesen servir para la promoción de la causa de la fe católica.

La pregunta que formula Bukofzer es, ¿puede el estilo abiertamente secular de la ópera ser aplicado a una pieza sacra? Y la respuesta a esta cuestión nos viene dada por el mismo Cavalieri, a quien le es atribuido el comentario de que el estilo moderno “también puede mover hacia afectos piadosos”.

En la época en que Emilio de Cavalieri estrenó su Rappresentazione había cierta reticencia, por no decir abierta oposición, hacia incluir la “teatralidad” en los temas relacionados con la Iglesia. No obstante, también hubo quien defendió la efectividad de estas formas artísticas para conmover a los feligreses, como es el caso de Paolo Aringhi, que en su biografía del padre Manni afirma que éste:

“Se esforzó por tener varios diálogos espirituales interpretados por jóvenes músicos en un estilo recitativo, componiendo él mismo los textos de los mismos, los cuales, siendo emotivos y estando acompañados por la dulzura del canto, impactaban en los oyentes tan profundamente que les movía al llanto.”

Otro testimonio sobre la eficacia emotiva de la pieza de Cavalieri nos llega de la pluma del poeta Giovan Vittorio Rossi, cuyo amigo Giulio Cesare Bottifango asistió a la histórica representación de 1600 de Rappresentazione di anima e di corpo y le contó sus impresiones:

“Estuvo [Bottifango] el día en que se representó tres veces y no se cansó de ella. En particular me dijo que, cuando escuchó la sección cantada por Tempo (El Tiempo), se sintió invadido por un gran temor y por grandes temblores. En el discurso de Corpo (El Cuerpo), interpretado por el mismo niño que  hizo de Tempo, cuando duda sobre qué hacer, mayormente si seguir a Dios o seguir al Mundo, y al final resuelve seguir a Dios, abundantes lágrimas cayeron de sus ojos. [..] En una palabra, concluyó que en ese género no es posible hacer algo más bello y más perfecto…”

Cavalieri ejerció gran influencia en músicos romanos posteriores, como Domenico Mazzocchi, Giacomo Carissimi o Alessandro Scarlatti. Como curiosidad, apuntar que el sello de grabación de Raquel Andueza y Jesús Fernández Baena y el grupo La Galanía se llama precisamente Anima e Corpo.



domingo, 24 de septiembre de 2017

Giuseppe Tartini y la sonata del Diablo

La música y el satanismo siempre han tenido muchos puntos de intersección. Varios siglos antes de que el bluesman Robert Johnson le vendiese el alma al Diablo -de acuerdo con la leyenda-, en el cruce de caminos de Clarksville, Misisipí, ya había músicos que afirmaban haber tenido relación con el Príncipe de las Tinieblas, aun en sueños, como es el caso del gran violinista Giuseppe Tartini.

Que nadie se alarme, ni busque a un exorcista. En toda época, relacionar una técnica o una pieza musical con los poderes infernales siempre ha acarreado un oscuro atractivo. Tartini es uno de los grandes nombres del violín de su época, de fama europea a mediados del siglo XVIII, y sin duda su obra está por encima de cualquier superstición demoníaca. No obstante, él mismo articuló una curiosa anécdota en torno a una de sus composiciones, la Sonata del Diablo, que la ha investido con un misterioso aura de ocultismo.

Giuseppe Tartini nació en 1692 en Pirano, que entonces era parte de la República de Venecia aunque hoy en día pertenece a Eslovenia, y su vida tiene visos de novela de aventuras, a juzgar por lo movida que fue su juventud, en la que, por lo menos al principio, la música no parece ser una de sus prioridades.

Aunque con doce años estudió en las Escuelas Pías de Capodistria y el plan de estudios incluía principios básicos musicales, posteriormente se decanta por el estudio de las leyes en la Universidad de Padua, a pesar de que su verdadera pasión era la esgrima, alcanzando nuestro hombre una excelencia en este arte que le llevó a plantearse seriamente el trasladarse a vivir a París para convertirse en maestro de armas. Probablemente se hubiese ido, pero se cruzó el amor en su camino.

Tartini cayó perdidamente enamorado de Elisabetta Premazore, aunque la baja condición de ella despertó la oposición de su padre hacia la relación. Tras el fallecimiento de su progenitor desposa a Elisabetta, ganándose la ira del cardenal Cornaro, el protector de la dama. Giuseppe Tartini huye de las acusaciones de secuestro y de la persecución  a la que le somete el mitrado, abandonando Padua disfrazado de peregrino y recalando primero en Roma y luego en Asís, donde pasó dos años escondido entre los frailes franciscanos.

Fue precisamente durante este largo encierro cuando retomó sus estudios musicales y, en concreto, cuando perfeccionó su técnica como violinista. Perdonado por el cardenal, abandonó su retiro y en 1714 se sabe que trabajó como violinista en un teatro de la ciudad de Arcona y que aprendió allí música de Giulio Terni. Volvió a Padua en 1716 y estuvo trabajando en la ópera y en 1721 obtuvo la plaza de “primo violino” y jefe de conciertos de la basílica de San Antonio de Padua, cargo que ocupó hasta su muerte, que tuvo lugar en 1770.
La fama de su talento trascendió las fronteras de su tierra cuando viajó a Praga entre 1723 y 1726 para prestar sus servicios al conde Kinsky y también al príncipe Lobkowitz. La obra de Tartini incluye más de cien conciertos para violín, sonatas en trío y 175 sonatas para violín, entre otras composiciones. Aunque sin duda la pieza por la que más se le recuerda es la demoníaca Sonata para violín en sol menor, también conocida como Sonata del Diablo o trino del diablo.

Compuso nuestro hombre su trino del diablo en 1765 y para muchos es lo más destacado de su acervo de composición. La asociación satánica viene de una anécdota del propio autor, que relató al astrónomo francés Jérôme Lalande, sobre un supuesto encuentro en sueños con el mismísimo Lucifer. Tartini le contó a Lalande que soñó el Diablo se convirtió en su siervo, merced de un pacto, y obedecía todos sus deseos. Sin embargo, en una ocasión le presta su violín y el Maligno ejecuta en él la más maravillosa sonata que el compositor hubiera escuchado nunca. Luego, intenta recordar la pieza diabólica para transcribirla, pero le sale algo a su juicio muy inferior, a pesar que reconoce que es lo mejor que ha escrito. De esta forma lo expresó:

"Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo “La Sonata del Diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre.”

La anécdota nos descubre a un genio de la música que además supo construir un relato en torno a su obra, creando un aura maravillosa de misterio que ayuda a proyectar una pieza de excelente factura. 


domingo, 10 de septiembre de 2017

Il Tommassino, el niño prodigio inglés amigo de Mozart

El musicólogo viajero Charles Burney relata en su obra The Present State of Music in France and Italy (1771) cómo conoce en Florencia a un curioso compatriota suyo, Thomas Linley, un muchacho de catorce años, al que los italianos conocían como Il Tommassino y que, junto con el joven Mozart, era considerado como uno de los más prometedores genios de la música de su tiempo.

Linley, apodado “el joven” para distinguirlo de su padre, Thomas Linley the Elder, nació el mismo año que Wolfgang Amadeus, en 1756, y fue también un genio precoz, además de una de las pocas amistades de adolescencia del austriaco. Linley padre era compositor, clavecinista y profesor de canto y aunque Thomas, el tercer hijo de la familia, destacó singularmente por encima de los demás, también sus hermanas y su hermano desarrollaron notables habilidades musicales. En concreto, Elizabeth Ann, Mary y Maria fueron excelentes cantantes y su hermano Samuel, un gran oboísta.

Nacido en Bath, al sur de Inglaterra, Thomas Linley mostró desde niño tal pasión y habilidad para la música que su padre no dudó en dedicarle a dicha profesión. Al no haber ningún violinista en la familia, el progenitor determinó que el pequeño Thomas se especializara en la interpretación de dicho instrumento, tomando para ello lecciones de David Richards, un prominente solista de la ciudad.

Cuando tenía diez años, Thomas debutó junto con su hermana en el Covent Garden Opera House de Londres, representando el papel de Puck en la obra de Thomas Hull The Fairy Favour. El periódico local The Lloyds Evening Post describe con entusiasmo las diversas habilidades escénicas del niño: “todo lo que se diga del pequeño que hace de Puck es poco; su forma de cantar, de tocar el violín y de bailar el hornpipe, exceden cualquier expectativa y descubren habilidades extraordinarias en alguien que debe ser considerado como un niño”.

En 1768 Linley viaja a Italia a continuar su formación como violinista con el virtuoso florentino Pietro Nardini, conocido en la época como el “violinista más perfecto de Italia”, gracias a su impecable técnica de interpretación. Suponemos que en aquel país sorprendió no poco la llegada de un niño de doce años con semejantes dotes musicales y su popularidad enseguida se extendió, conociéndosele por el apodo de Il Tommasinno. Permaneció en el continente alrededor de tres años antes de volver a su país.

Probablemente la anécdota más sonada de Thomas Linley en Florencia es su encuentro con Mozart, entonces un muchacho de su misma edad, con el que entabló una brevísima, pero intensa amistad. Coincidieron en la ciudad en abril de 1770 y se conocieron en una recepción que celebró en su casa una poetisa local, según le cuenta el padre de Wolfgang, Leopold Mozart, a su mujer Anna Maria en una carta. Describe el progenitor como los dos jóvenes interpretaron para los presentes y no paraban de abrazarse, tal era la compenetración espontánea que desarrollaron. El propio Mozart niño le cuenta a su hermana en una carta que Thomas Linley es mejor violinista que él y que se han convertido en “los mejores amigos”.

Tras su periplo italiano Linley regresa a su ciudad de Bath en 1771, con quince años, y entra a tocar en la orquesta como violinista solista, cargo que ocupa entre 1772 y 1776. En paralelo también interpreta conciertos en el londinense teatro de Drury Lane en los intermedios de los oratorios.

En 1773, con diecisiete años, compone su primera obra de importancia, Let God Arise, estrenada en el Festival de Worcester de aquel año. Durante esta época -hasta aproximadamente 1776-, compuso hasta veinte conciertos que interpretó en Drury Lane.

Su para muchos obra maestra, Shakespeare Ode (Lyric Ode on the Fairies, Aerial Beings and Witches of Shakespeare), vio la luz en 1776. El periódico Morning Chronicle en su edición del 21 de marzo describía la composición como “un extraordinario esfuerzo de genio para un hombre tan joven”. El mismo medio destaca el hecho de que sea un compatriota el objeto de tanta valía musical, que reciba tanto aplauso del público, y añade con sorna “a pesar de la desgracia de ser  inglés”, señalando así la actitud desdeñosa del público de la época hacia los compositores británicos.



Un accidente desgraciado se llevó a Thomas Linley para siempre en julio de 1778. Invitados él y sus hermanas al castillo del duque de Ancaster en Lincolnshire, durante una excursión en barca por un lago una tormenta volcó la embarcación y el compositor fue incapaz de alcanzar la orilla a nado, pereciendo ahogado. La tragedia segó a los veintidós años la vida de un prometedor músico cuya obra nunca sabremos qué cotas de genialidad podría haber alcanzado. Sin embargo, su amigo Wolfgang Amadeus Mozart lo tenía bien claro, cuando en 1784 le comentó al compositor irlandés Michael Kelly: “Linley era un verdadero genio que, de haber vivido, habría sido uno de los mayores ornamentos del mundo musical”.

El cuadro que acompaña este texto es obra del pintor Thomas Gainsborough y representa al pequeño Thomas Linley con su hermana Elizabeth Ann, que según las crónicas de la época, era una joven bellísima. El retrato fue pintado antes de la partida a Italia de Linley.