Aquella Italia de principios del siglo XVIII debía ser un lugar maravilloso para los músicos y los amantes de la música. Por allí pasaron nombres que luego han figurado con letras grandes entre los grandes compositores de todos los tiempos, como Haendel y Scarlatti, que coincidieron y enfrentaron su arte en un duelo celebrado en Roma en 1707.
Sin embargo, sus caminos ya se habían cruzado previamente, cuentan, en una fiesta de disfraces que tuvo lugar en Venecia algunos años antes. Parece ser que Haendel tocaba el clave oculto tras una máscara y Domenico Scarlatti al escucharlo interpretar exclamó que “no podía ser otro que el famoso sajón, o el diablo”.
Lo cierto es que Georg Friedrich Haendel llevaba en Italia desde 1706 a donde había llegado procedente de su Alemania natal, recorriendo las capitales de la música de la época: Florencia, Nápoles, Roma y Venecia. Su talento le llevó a codearse con los compositores más granados del momento, como Alessandro Scarlatti y su hijo Domenico, Pasquini, Corelli, Marcello, Lotti, Gasparini o Steffani. En Roma fue aceptado en el selecto y exclusivo grupo de la Arcadia, un círculo intelectual dedicado a la literatura pastoril y naturalista en el que Haendel dio rienda suelta a la composición de cantatas. De hecho, Manfred Bukofzer (Music in the Baroque Era, 1947) fecha la composición de sus más de cien cantatas en esos años que pasó en Italia.
Por su parte, el napolitano Domenico Scarlatti ejerció de organista en la capilla del virrey, cuyo maestro era su padre Alessandro, pero tras la Guerra de Sucesión española y el advenimiento de los Borbones el progenitor perdió su puesto y ambos partieron hacia Roma. Tras un periodo de viajes por Italia, Domenico vuelve a la Ciudad Eterna y pasa a ocupar los cargos de director de la Cappella Giulia en San Pedro y maestro de capilla del embajador portugués en Roma.
El duelo al que aludimos tuvo lugar en 1707, cuando tanto Haendel como Scarlatti contaban con veintidós años de edad (por cierto, Bach también nació en 1685: un año fructífero para la música). Se trató de un concurso de teclado organizado por el cardenal Ottoboni aprovechando que el alemán pasaba unos días en Roma. No sabemos qué interpretaron en aquella ocasión, pero la tradición cuenta que mientras que Scarlatti se proclamó vencedor con el clave, Haendel lo hizo con el órgano, o sea que podemos hablar de que quedaron en una suerte de empate.
Manfred Bukofzer afirma que algunos escritores han utilizado la ocasión para defender la superioridad teutona sobre la italiana en el plano musical, pero que le parece dudoso, primero porque en ese momento ninguno de los dos había compuesto para tecla, y segundo, porque en lo referente a la música de órgano, precisamente Haendel estaba asimilando la formas italianas y evitando las germanas (“Handel tried to assimilate Italian features and avoided German characteristics”).
Sobre el virtuosismo de Domenico Scarlatti al teclado tenemos un testimonio recogido por el historiador Charles Burney del clavecinista irlandés Thomas Roseingrave (1690-1766), que acertó a escucharle interpretar en una casa nobiliaria veneciana. Roseingrave le describe como un hombre joven con peluca que permanece callado en un rincón, pero que cuando se sienta ante el teclado parecía que “mil diablos estaban al instrumento; nunca antes había escuchado semejantes pasajes de ejecución y efectos.” Thomas Roseingrave se sintió tan humillado por la impresionante técnica de Domenico que confiesa que estuvo un mes sin acercarse al instrumento.
El primer biógrafo de Haendel John Mainwaring establece una colorida descripción de los estilos de ambos compositores:
“Aunque no hay dos personas que hayan alcanzado nunca tal perfección en sus respectivos instrumentos, resulta sorprendente que había una total diferencia en sus formas. La excelencia característica de Scarlatti parece haber consistido en una cierta elegancia y delicadeza de expresión. Haendel muestra una brillantez y dominio del dedo poco común: pero lo que le distinguió de todos los intérpretes que ostentaban las mismas cualidades que él fue la alucinante plenitud, fuerza y energía que añadía a ellas.”