Generalmente se acepta la afirmación de que los monjes medievales aprendieron todo lo que sabían de música del patricio romano Boecio. Su libro De institutione musica se convirtió en el tratado de referencia musical durante toda la Alta Edad Media. Y este habitante del imperio romano otoñal en decadencia del siglo VI transmitió a la posteridad una visión clasista y sibarita de la música y de la figura del músico.
Resulta más corriente leer sobre Boecio en tratados sobre la historia del pensamiento que en relación con la música, dado que sus comentarios sobre Aristóteles tienen gran influencia sobre la filosofía medieval, en concreto, le aporta el dogma de la razón y la utilización de la dialéctica con rigor. Pero también lega la a nueva era, junto con su discípulo Casiodoro, la aritmética, la geometría y la música.
Ambos son bisagra intelectual entre un mundo que muere y otro que nace: Boecio está considerado como el último pensador romano, mientras que Casiodoro es el primer sabio medieval, que transmite sus conocimientos a los monjes, los nuevos guardianes de la cultura clásica.
Centrándonos en los aspectos meramente musicales, el concepto que tenía Boecio de la música se basaba en la contemplación. Era una visión asociada a la tradición clasista de la nobleza romana que despreciaba como bajo cualquier trabajo físico, incluida la interpretación de la música en un instrumento.
De esta forma, el verdadero músico para Boecio era el musicus,que en sus palabras es el que “tiene la habilidad para juzgar, medir ritmos, melodías y toda la música”. Es decir, es el teórico musical que no se mancha las manos tocando o cantando, como los cantantes e instrumentistas, a los que tilda de vulgares y afirma que están “enteramente exiliados del verdadero entendimiento musical”. Boecio vivió en un mundo que desaparecía ante sus ojos, de hecho en su época ya había un godo sentado en el trono de Roma, y se afanaba por mantener la tradición romana ancestral en unos tiempos de decadencia y disolución del orden social preestablecido.
Los monjes medievales heredaron de Boecio no solamente conocimientos de distintas disciplinas sino también esa actitud de superioridad moral. De hecho, algunos autores consideran a los moradores de los monasterios del principio de la Edad Media como los sucesores del patriciado romano, que igualmente se recluía en sus villas, apartándose del mundanal ruido, para dedicarse a la contemplación y la reflexión.
En el plano más operativo, los monjes compartían con el filósofo romano su odio y desprecio por el músico profesional, el joculator, scurra, histrio, etc, cuya obra consideraban amoral y peligrosa para la fe católica. Esto empeoró con la aparición de los goliardos, es decir, los propios estudiantes de la Iglesia “ajuglarados”, convertidos en músicos ambulantes para poder financiarse sus estudios.
Otro de los puntos de intersección entre los monasterios y Boecio era la defensa de la gramática y la retórica en latín, elementos que para el romano simbolizaban la superioridad de la teoría sobre la práctica que habilitaba a un mandatario, alguien de gran responsabilidad en la sociedad, a dirigirse con éxito a las masas. Los monjes heredaron estas técnicas romanas de análisis y aprendizaje de textos en latín, prácticas que cimentan la vida contemplativa.
Sin embargo, el clasismo que implica la figura del musicus de Boecio sufre transformaciones, suavizándose, en el seno de las abadías y monasterios. En primer lugar, las diferencias sociales en el mundo romano no se reproducen, o no de forma tan acentuada, dentro de las órdenes religiosas. En principio y asumiendo que existe una jerarquía efectiva, todos los monjes comparten juntos los hitos principales de la vida monacal, como pueden ser los rezos y las comidas.
Por otra parte, los monjes de los monasterios cantaban dentro de la liturgia, que se concebía como una obra de Dios. El canto era una parte fundamental de la vida monacal y una forma de devolverle al Creador sus propias palabras, dado que los textos estaban extraídos de las Sagradas Escrituras, en suma de la palabra de Dios. Por ello no podían equiparar sus cantos con el desprecio que sentían hacia la actividad de juglares y ministriles, aunque probablemente para Boecio todo hubiese sido uno.
Sin embargo, a partir del año 800 comienza a cobrar importancia la teoría del canto llano y las antiguas divisiones entre conocedores e ignorantes de Boecio parecen reproducirse en el seno de la Iglesia. En los reinos carolingios no se escatiman esfuerzos para registrar los textos de los cantos y en la medida de los posible la música que los acompaña, lo que da lugar a una primitiva teoría musical. El conocimiento teórico cobra importancia ente los monjes.
Aparece entonces la división entre cantor y musicus. El primer término hacía alusión a cualquier monje que cantase, independientemente de los conocimientos teóricos de los que hiciese gala, es decir que todos los monjes eran cantores. Pero el monje que conocía la teoría del canto llano y que lo afrontaba como una disciplina de estudio académico, ése era el musicus, muy en la línea de la definición de Boecio.
Ser considerado como un mero cantor llegó a ser un insulto. Se suponía que dicho monje era tan simple de entendederas que no sentía la menor curiosidad por aprender sobre la técnica de los cantos que interpretaba. Una máxima de alrededor del año 1000 rezaba que un cantor que no conoce nada de la base racional de su arte no es mejor que una bestia. Pues los monjes saben que existen bestias que pueden cantar, especialmente los pájaros, pero que no tienen ningún conocimiento racional de por qué y cómo lo hacen.