viernes, 26 de julio de 2019

Melodía de shakuhachi por la independencia de Japón


Traemos a estas páginas otro interesante trabajo del intérprete de la flauta shakuhachi Rodrigo Rodriguez. Se trata del vídeo Poema de Japón (Mizuho no Uta). Aunque se trata de una pieza de género Gendai, es decir, moderno, está compuesta originalmente para la flauta medieval japonesa y para koto.

“Mizu" de Mizuho es agua y "ho" son espigas de arroz. Los japoneses siempre han tratado el arroz como su alimento principal y lo valoran como una seña de identidad de su cultura. Sin embargo, en la década de 1970, Japón adoptó una política económica tendente a reducir la producción nacional y aumentar la importación de este cereal de los Estados Unidos de América. De esta forma, el índice de autosuficiencia alimentaria bajo del 40%.

Kohachiro Miyata compuso esta pieza como muestra del orgullo nacional, con el deseo de que se recuperase el cultivo de arroz japonés que simboliza la autosuficiencia alimentaria y la independencia del país.



La flauta shakuhachi es quizá el instrumento más sencillo que existe fuera de los de percusión.

Sin llaves, ni lengüeta, como otros instrumentos de viento occidentales, está construida de bambú madake (más duro y resistente que el vulgar) y, a pesar de lo simple de su estructura, es capaz de emitir un completo y complejo abanico melódico que abarca sonidos cautivadores cargados de misterio y embrujo.

Está construida de una sola pieza, a diferencia de otras flautas orientales, y consta de cinco agujeros.

El origen de este instrumento hay que buscarlo en China y no es hasta el siglo VIII en que es introducido en Japón.

La música de shakuhachi ha estado siempre asociada con la espiritualidad y con el budismo zen, en concreto, con los monjes komuso, una secta fundada en Japón en el siglo XIII.

Rodrigo Rodríguez es un maestro de talla internacional en la interpretación de este instrumento, así como en las tradiciones asociadas a él. Argentino de nacimiento, ha estudiado en Japón música clásica y tradicional bajo los linajes de Katsuya Yokoyama en «The International Shakuhachi Kenshu-kan School» a cargo del Maestro Kakizakai Kaoru.

miércoles, 24 de julio de 2019

El robo de Proserpina, una rareza dentro de la escasa ópera española


La ópera, el género de música escénica por excelencia que florece en la Italia del siglo XVII, nunca llegó a cuajar en España. Aquí podemos hablar de fiesta cantada y de zarzuela, como dos formas autóctonas que combinan la interpretación musical y el drama, pero muy pocos títulos se ajustan completamente al formato operístico puro. El primer ejercicio en este sentido es La selva sin amor, estrenada en el Alcázar de Madrid en 1627, compuesta por Filippo Piccinini sobre un libreto de Lope de Vega. Le siguen en 1660 dos más, compuestas con motivo de la boda entre el monarca francés Luis XIV y María Teresa de Austria, La púrpura de la rosa y Celos aun del aire matan, que contaban con textos de Calderón de la Barca. Y no es hasta el fin del siglo en que nos topamos con un cuarto ejemplo de ópera española, La guerra de los gigantes, de Sebastián Durón.

En este árido panorama, resulta especialmente singular y pintoresco el estreno en Nápoles en 1678 de El robo de Proserpina y sentencia de Júpiter, una ópera con la que se pretendía llevar a dicha ciudad italiana la grandeza de las producciones escénicas que habían tenido lugar en la corte madrileña. Dado lo raquítico de la lista de títulos que pudiesen servir de ejemplo, parece un empeño un tanto raro. En concreto, el modelo de puesta en escena fue la majestuosa representación de Celos aun del aire matan de 1660.

Otra particularidad que presenta El robo de Proserpina es que surge como fruto de la colaboración entre un escritor español, Manuel García Bustamante, y un compositor italiano, Filippo Coppola, maestro de la Real Capilla de Nápoles entre 1658 y 1680. Este tipo de tándems creativos transnacionales eran harto infrecuentes en la época.

Las excepcionales circunstancias que rodean a esta ópera han sido calificadas por Luis Antonio González Marín, editor de la edición del libreto publicada en 1996 por el CSIC, de la siguiente manera:

“Considérese dentro de la tradición española o dentro de la italiana, El robo de Proserpina no deja de ser un fenómeno extraño, un experimento difícil de comprender en un contexto distinto al de la corte napolitana de la época.”

La representación de comedias castellanas en Nápoles obedecía a una necesidad de consolidar allí el poder español en el terreno cultural, como forma de cimentar el político. En 1675, don Juan de Austria nombra virrey al noble aragonés Fernando Joaquín Fajardo de Requesens y Zúñiga, sexto Marqués de los Vélez, que había ejercido previamente como goberna­dor de Orán y como virrey de Cerdeña desde 1673. Su mandato estuvo en gran medida centrado en resolver la crisis desatada en la ciudad siciliana de Messina, el estallido de una revuelta contra la monarquía española, apoyada por la Francia de Luis XIV, cuyos gastos de guerra empobrecieron sobremanera las arcas públicas napolitanas.

No obstante, lejos de recortar la actividad cultural de la corte, de los Vélez la impulsó, como forma de posicionar la quebradiza imagen de España en aquella Italia en riesgo de contagiarse de la insurgencia . En consecuencia, fueron numerosas en Nápoles las representaciones de compañías escénicas españolas, y además se pretendió impulsar una actividad de ópera propiamente napolitana que evitase tener que importar el género de otras ciudades italianas, como Venecia.

Y es en este escenario cuando surge la ópera española El robo de Proserpina. Esta pieza fue compuesta para ser representada el 22 de diciembre de 1677, la fecha del cumpleaños de Mariana de Austria, entonces regente tras la muerte de Felipe IV como madre de Carlos II. Sin embargo, el estreno se demoró dos meses, hasta el 2 de febrero de 1678, por la dificultad que encontraron los intérpretes italianos para adaptar sus voces a los textos en castellano.

Aunque no existe certeza sobre el particular, Luis Antonio González Marín se inclina a creer que la representación tuvo lugar en la Sala de los Virreyes del Palacio Real de Nápoles, una de las tres que había destinadas a albergar espectáculos. La obra fue respaldada por la maquinaria escénica habilitada por Gennaro delle Chiavi, empresario del teatro de san Bartolommeo. La interpretación la llevaron a cabo miembros de la Real Capilla napolitana.  En cuanto a los instrumentos que intervinieron, González Marín especula que:

“Además de un par de instrumentos de tecla, un arpa, quizá alguna tiorba (a l0 mejor guitarras españolas reunidas para la ocasión), o sea, un nutrido grupo de acompañamiento, habría al menos tres violines (necesarios para la sinfonía de la ópera), algún instrumento para doblar el bajo (posiblemente violón y contrabajo) y tal vez instrumentos de viento.”

En relación con el autor español del libreto, Manuel García Bustamante, existen pocas referencias en la historia de la literatura del siglo XVII, y se sabe de su persona por sus cargos políticos. En 1671 aparece relacionado con la corte de Madrid, en concreto con la casa de Vélez de Guevara, y parece ser que escribió la letra de los villancicos de Navidad de la Real Capilla en 1672. Estuvo de secretario del virrey de los Vélez en Nápoles desde 1677.

Por su parte, del creador de la música, el napolitano Filippo Coppola, se conoce también poco. Trabajó toda su vida en su ciudad natal y que ejerció cargos como músico en la Real Capilla, así como en Tesoro de San Gennaro y en el Oratorio del Girolamini.

La trama de El robo de Proserpina narra el mito clásico del rapto de Proserpina por parte del dios de los infiernos Plutón, la ofensa que recibe la madre, Ceres, y su búsqueda de la justicia que finalmente otorga Júpiter. Al no ser un tema que aparece en comedias anteriores, presumiblemente Bustamante se inspiró en el propio Ovidio, en concreto en su obra  Las metamorfosis, para escribir la obra. 

El reparto de personajes es el típico de la escena de la época, tanto en España como en Italia: dos galanes (Plutón y Pirotoo), dos damas (Proserpina y Ciane), una pareja de graciosos (Ascálafo y Megera), una madre ultrajada (Ceres) y un barba (Júpiter).

La obra El robo de Proserpina fue representada una vez más en el palacio del virrey de Nápoles en 1681, esta vez con el título Las fatigas de Ceres.

sábado, 29 de junio de 2019

Glee maidens, juglaresas en la Inglaterra medieval


En la Edad Media los caminos de Europa estaban llenos de artistas ambulantes, que recorrían pueblos y ciudades para actuar en público, y poder sacar medios para subsistir. La actividad juglaresca no se limitaba a la música, puesto que muchos de ellos ofrecían espectáculos relacionados con la destreza física -como los acróbatas y saltimbanquis-, la danza o la doma de animales. No pocas mujeres desempeñaban este tipo de actividades, y en Inglaterra recibieron el nombre de glee maidens.

Las doncellas de la alegría eran juglares que tienen su origen en la época sajona.  También eran son denominadas en la obra del escritor Geoffrey Chaucer tumbling women (mujeres volteadoras), tomblesteres y tombesteres (Joseph Strutt, The Sports and pastimes of the People of England). Todos estos apelativos destacan el carácter circense de la profesión, que no excluía, no obstante, la interpretación musical.

Las glee maidens eran las compañeras profesionales de los gleemen, según algunas fuentes. De acuerdo con ellas, estos gleemen eran arpistas, que llevaban consigo vocalistas femeninas y danzarinas, a diferencia de los jongleurs, otra categoría de intérprete a la que se asocia con la viola de rueda o zanfona. Todos ellos eran artistas que amenizaban tanto las comidas de las casas señoriales, como el ocio de la gente llana en la plaza del pueblo.

No obstante, el musicólogo británico John Frederick Rowbotham (1859-1925) ofrece en sus escritos una versión mucho más feminista, por decirlo de alguna manera, de estas doncellas. En su opinión, las glee maidens eran músicas independientes y no solían viajar con acompañantes masculinos, sino en solitario. Puede parecer inverosímil, dada la inseguridad extrema que asociamos hoy en día a los caminos medievales, pero el escritor defiende que las juglaresas eran generalmente respetadas.

Rowbotham ofrece una visión idílica de las glee maidens: se trataba de jóvenes con vocación musical que abandonaba sus hogares para viajar por Europa buscando quién les enseñase la interpretación. Una vez formadas, iban de localidad en localidad tocando en público a cambio de dinero o comida, ya fuese en las plazas, ya en las residencias de los poderosos.

Viajaban solas y no en grupo, para no tener que compartir la generosidad recibida del público, que tampoco era tan abundante. John Frederick Rowbotham insiste en que sus viajes eran seguros porque eran muy respetadas por la comunidad, aunque también llega a afirmar que no eran extraño que portasen espadas y dagas, que sabían utilizar con destreza, e incluso que llevasen consigo perros con fines defensivos.

Las glee maidens vestían chaquetas azules entalladas con bordados de plata, y en ocasiones, con lentejuelas. Completaba el atuendo una falda a rayas que dejaba al descubierto el tobillo -para poder caminar con soltura-, unas medias escarlata y borceguíes de cuero español. Cubrían su cabeza con un sombrero de ala ancha con cintas y alrededor del cuello portaban una cadena de plata o de un metal de imitación.

Sobre los instrumentos que interpretaban en sus espectáculos, nos habla Rowbotham del violín (presumiblemente habla de una cítola o viola de arco), el laúd, las campanillas, el tabor (¿será el atambor?), la flauta, el rabel y la guitarra. Según el experto, ellas eran diestras en todos ellos y en alguno más. Sus cantos conmovían tanto al pueblo llano como a los caballeros y damas de la nobleza, cuando actuaban tras la comida en sus castillos.

La visión que nos ofrece John Frederick Rowbotham de las glee maidens es en extremo romántica. Lo más probable es que fuesen miembros de compañías ambulantes, al modo de los circos modernos. Pero no deja de ser sugerente su visión.

domingo, 23 de junio de 2019

La música sacra de Francesco Cavalli


Francesco Cavalli es uno de los padres de la ópera. Heredero espiritual de Monteverdi, fue uno de los responsables de que el género saliese de los palacios y llegase al gran público en aquella Venecia de mediados del siglo XVII. Durante una etapa era el más grande, un genio de la composición de ese estilo de teatro cantado que apenas comenzaba a difundirse por Europa. Viajó a Francia, invitado por Luis XIV, para escribir y poner en escena una obra en conmemoración del matrimonio del monarca con María Teresa de Austria, tal era su fama y reconocimiento.

No obstante, Cavalli no limitó su producción a la ópera, sino que escribió una extensa obra sacra, que por desgracia no es tan conocida como su música escénica. De hecho, su carrera se inició y desarrolló en la capilla de la catedral de san Marcos, donde ingresó con quince años, cuando esta estaba dirigida por Claudio Monteverdi, y la que desempeñó la función de soprano -hasta que le cambió la voz-, tenor, organista y compositor.

Nacido en Crema en 1602, hijo de Giovanni Battista Caletti, su voz cautivó al gobernador veneciano en dicha ciudad, Federico Cavalli, quien consiguió el permiso del progenitor para llevárselo a la ciudad de los canales, para poder darle una formación musical. Posteriormente también le otorgó su apellido. Ingresa en la capilla de san Marcos en 1616 como cantante, aunque desde 1620 también ejerce de organista en la iglesia de San Giovanni e Paolo.

En 1668 es nombrado maestro de capilla de la basílica, el mismo puesto que había desempeñado Monteverdi entre 1613 y 1643.

Precisamente, la primera obra publicada que se le conoce es una pieza sacra, un motete a solo en concreto, incluido en una antología de veintiséis compositores de distintos autores que recibió el título de  Ghirlanda sacra. Se trataba de Cantata Domino y, de acuerdo con la opinión de los expertos, es indistinguible de un motete escrito por Monteverdi. Será más adelante cuando consigue desarrollar un estilo propio y personal.

Su primer libro, de los dos que publicó de música religiosa, sale a la luz en 1656, bajo el título Musiche Sacre. Consiste en un compendio de muchos tipos de piezas distintas, como una misa para ocho voces, salmos, un Magnificat para variados números de voces e instrumentos, himnos para dos, tres y cuatro voces, las cuatro antífonas marianas estacionales, y sonatas instrumentales de dos a doce voces y bajo continuo.

Dedicado al cardenal Giovan Carlo de Medici, el libro está integrado por veintiocho composiciones, en cuyo acompañamiento intervienen una tiorba, dos violines y tres violas.

La segunda gran obra sacra e Cavalli es el Vesperi de 1675, para doble coro, sin instrumentos de bajo continuo. Integran este conjunto el Vespero della Beata Vergine Maria , el Vespero delle domeniche y el Vespero delli cinque Laudate.

Completa el conjunto la Messa pro defunctis octo vocibus cum responsorio Libera me Domine, su propio réquiem, compuesto para dos coros a cuatro voces al estilo policoral veneciano. Lo había comenzado a escribir en 1673 y su voluntad fue que primero fuese interpretado ocho días después de su muerte, y luego dos veces al año, una en la capilla ducal de San Marcos y otra en la iglesia de San Lorenzo. Francesco Cavalli falleció al año siguiente de la publicación.