Las mascaradas británicas (masques) eran divertimentos palaciegos en los que ocupaban su ocio monarcas y cortesanos. Henry Davey (History of English Music, 1921) define este género como la contrapartida inglesa a la primera ópera italiana, porque en ambos casos se hacía uso de elementos mitológicos y se trataba de entretener a la aristocracia, pero lo cierto es que en islas ya había una tradición de mascaradas desde el principio de la era Tudor, es decir, a finales del siglo XV.
Un mascarada se celebraba en los palacios y residencias nobiliarias, y entre sus elementos presentaba invariablemente danzas coreografiadas interpretadas por bailarines enmascarados, a menudo los propios miembros de la nobleza. Otro elemento característico era que solían acabar con los danzantes de las máscaras sacando a bailar a las personas del público.
Existe una referencia a algo parecido a una mascarada tan temprano como 1377, cuando el joven príncipe Ricardo -el futuro rey Ricardo II- participó en una especie de pantomima, en la que un grupo de ciudadanos londinenses se acercaban a él disfrazados de embajadores de la corte papal, apostaban joyas a los dados, y finalmente, se celebraba una danza, los enmascarados haciéndolo a un lado de la sala y los cortesanos en el otro.
Con los Tudor se desarrolla el género propiamente dicho y, por ejemplo, Enrique VIII participaba activamente de estas fiestas, aunque durante el reinado de su hija Isabel, esta prefería asumir el papel pasivo del espectador. Todos los monarcas de la dinastía disfrutaban de este tipo de espectáculos, además de los citados, Eduardo VI y María. Y en cualquier caso, las mascaradas solían tener al rey o a la reina como figura central y eran, sin lugar a dudas, una celebración de la monarquía.
A lo largo del siglo XVI las danzas asociadas a estos eventos se fueron haciendo más y más complejas, y los bailarines llegaban a reproducir en sus evoluciones complejas e intrincadas formas geométricas. Se ha llegado a postular que estas danzas de las mascaradas están influidas por el baile italiano conocido como balleto, que estuvo de moda en los siglos XV y XVI y que también se ejecutaba portando una máscara. No sería de extrañar, dada la estrecha relación de la cultura inglesa de la época con las formas estéticas procedentes del continente y, en particular, de Italia.
Las mascaradas tenían también su vertiente literaria y atraían a los escritores del momento, como William Shakespeare, que incluyó una en su obra La tempestad. Pero fue su amigo y también dramaturgo, Ben Jonson, el más destacado en este campo e intentó afianzar la faceta literaria del género, independizándola de sus rasgos como espectáculo dramático y musical. Es decir, que se propuso crear literatura seria de lo que había sido un mero pasatiempo.
Jonson fue el autor preferido de la corte en este campo entre 1602 y 1625, utilizando sus textos en favor de la propaganda de la monarquía de la casa Estuardo. Junto a él, aparece la figura de Inigo Jones, conocido por sus espectaculares puestas en escena y por los efectos especiales que creaba para las mascaradas. Jonson y Jones colaboraron a menudo en la corte, pero acabaron dando pie a una disputa sobre si lo importante del género era la poesía, a cuyo servicio estaría la escenografía y el montaje, o si, por el contrario, el texto era una mera excusa para llevar a cabo un montaje efectista. Un debate interesante, sin duda.
En cualquier caso, parece ser que Jonson fue más apreciado por en la corte de Jacobo I, que por la de Carlos I, que se mostraba más aficionado al espectáculo que a la calidad poética de los textos de las mascaradas. A pesar de la afición de los reyes a este pasatiempo, desde ciertos sectores de la nobleza se concebía como algo subversivo, que no solo no afianzaba la imagen de la corona, sino que atentaba con el orden jerárquico de la sociedad británica de la época.
Las mascaradas perdieron su popularidad con la Guerra Civil y la caída de la monarquía en Inglaterra, dado que su función principal era el enaltecimiento de la corona. No obstante, parece ser que durante la República fueron representadas varias mascaradas para el Lord Protector Oliver Cromwell, aunque el género ya estaba muerto y no volvió a revivir.
Un mascarada se celebraba en los palacios y residencias nobiliarias, y entre sus elementos presentaba invariablemente danzas coreografiadas interpretadas por bailarines enmascarados, a menudo los propios miembros de la nobleza. Otro elemento característico era que solían acabar con los danzantes de las máscaras sacando a bailar a las personas del público.
Existe una referencia a algo parecido a una mascarada tan temprano como 1377, cuando el joven príncipe Ricardo -el futuro rey Ricardo II- participó en una especie de pantomima, en la que un grupo de ciudadanos londinenses se acercaban a él disfrazados de embajadores de la corte papal, apostaban joyas a los dados, y finalmente, se celebraba una danza, los enmascarados haciéndolo a un lado de la sala y los cortesanos en el otro.
Con los Tudor se desarrolla el género propiamente dicho y, por ejemplo, Enrique VIII participaba activamente de estas fiestas, aunque durante el reinado de su hija Isabel, esta prefería asumir el papel pasivo del espectador. Todos los monarcas de la dinastía disfrutaban de este tipo de espectáculos, además de los citados, Eduardo VI y María. Y en cualquier caso, las mascaradas solían tener al rey o a la reina como figura central y eran, sin lugar a dudas, una celebración de la monarquía.
A lo largo del siglo XVI las danzas asociadas a estos eventos se fueron haciendo más y más complejas, y los bailarines llegaban a reproducir en sus evoluciones complejas e intrincadas formas geométricas. Se ha llegado a postular que estas danzas de las mascaradas están influidas por el baile italiano conocido como balleto, que estuvo de moda en los siglos XV y XVI y que también se ejecutaba portando una máscara. No sería de extrañar, dada la estrecha relación de la cultura inglesa de la época con las formas estéticas procedentes del continente y, en particular, de Italia.
Las mascaradas tenían también su vertiente literaria y atraían a los escritores del momento, como William Shakespeare, que incluyó una en su obra La tempestad. Pero fue su amigo y también dramaturgo, Ben Jonson, el más destacado en este campo e intentó afianzar la faceta literaria del género, independizándola de sus rasgos como espectáculo dramático y musical. Es decir, que se propuso crear literatura seria de lo que había sido un mero pasatiempo.
Jonson fue el autor preferido de la corte en este campo entre 1602 y 1625, utilizando sus textos en favor de la propaganda de la monarquía de la casa Estuardo. Junto a él, aparece la figura de Inigo Jones, conocido por sus espectaculares puestas en escena y por los efectos especiales que creaba para las mascaradas. Jonson y Jones colaboraron a menudo en la corte, pero acabaron dando pie a una disputa sobre si lo importante del género era la poesía, a cuyo servicio estaría la escenografía y el montaje, o si, por el contrario, el texto era una mera excusa para llevar a cabo un montaje efectista. Un debate interesante, sin duda.
En cualquier caso, parece ser que Jonson fue más apreciado por en la corte de Jacobo I, que por la de Carlos I, que se mostraba más aficionado al espectáculo que a la calidad poética de los textos de las mascaradas. A pesar de la afición de los reyes a este pasatiempo, desde ciertos sectores de la nobleza se concebía como algo subversivo, que no solo no afianzaba la imagen de la corona, sino que atentaba con el orden jerárquico de la sociedad británica de la época.
Las mascaradas perdieron su popularidad con la Guerra Civil y la caída de la monarquía en Inglaterra, dado que su función principal era el enaltecimiento de la corona. No obstante, parece ser que durante la República fueron representadas varias mascaradas para el Lord Protector Oliver Cromwell, aunque el género ya estaba muerto y no volvió a revivir.
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