Se dice que Henry Purcell le debe su fama y su brillante carrera a la Restauración de los Estuardo en Inglaterra tanto como el teatro de esa época le debe al músico gran parte de su esplendor, que para algunos es el único brillo que tiene. Siento empezar este escrito con una especie de galimatías o acertijo, pero intentaré arrojar luz sobre el tema a lo largo de los próximos párrafos.
Purcell nació hacia 1658 o 1659 (no se ha encontrado su partida de nacimiento) durante el gobierno denominado Commonwealth que presidió el Lord Protector Oliver Cromwell. Estrictamente hablando, es un periodo de la política británica que se extiende desde 1653 hasta 1660, pero en sentido amplio abarca desde 1649, año en el que el rey Estuardo Carlos I es ejecutado en el palacio de Whitehall a finales de la guerra civil que enfrenta a monárquicos y defensores del Parlamento.
Se trata de alrededor de un decenio en el que la estricta moral del puritanismo, que buscaba purificar la Iglesia de Inglaterra de cualquier remanente de “papismo” católico, impone a la población un férreo y riguroso orden de conducta pública. Y entre los campos que más sufren de este papanatismo religioso están las artes en general, y en particular, la música y el teatro.
Las artes escénicas fueron consideradas actividades degeneradas ya desde la era isabelina, a pesar de que es entonces cuando florecen sin parangón en Londres. La propia reina Isabel I autorizó mediante un decreto las representaciones de compañías de actores ambulantes, pero siempre que las obras hubiesen sido aprobadas por las autoridades locales o los jueces de paz. El texto prohibía expresamente tratar temas religiosos y políticos (“Matters of religion or of the governance of the estate of common weal”).
Pero el gobierno republicano revolucionario acabó con este espíritu tolerante y suprimió el teatro, llegando incluso a derribar en 1642 el mítico edificio The Globe que había albergado las primeras representaciones de muchas de las obras universales de William Shakespeare.
La música no corrió mejor suerte: los puritanos prohibieron la música instrumental en las iglesias y disolvieron los coros de las catedrales, permitiendo solamente el canto de salmos y cantatas bíblicas. No obstante, Oliver Cromwell, gran amante de la música él mismo, mantuvo un pequeño grupo de músicos para su deleite personal. Merece la pena reproducir el lamento por la muerte de la música en Inglaterra que profiere en 1656 John Hingeston, director musical del ensemble del Lord Protector:
“By reason of the late dissolucion of the Quires in the Cathedralls where the study & practice of the Science of Musick was especially cherished, Many of [its] skilfull Professors . . . have during the laste Warrs and troubles dyed in want and there being now noe preferrment or Encouragement in the way of Musick, Noe man will breed his Child in it, soe that it needes bee that the Science itself must dye in this Nacion . . . or at least it will degenerate much from the perfeccion it lately attained unto.”
Básicamente, Hingeston expresa en el texto precedente su pena por la disolución de los coros de las catedrales, donde la ciencia musical se cultivaba, y por la falta de ocupación en la que quedan los maestros de la materia, que en ocasiones les llevá a morir en la indigencia, lo que conduce a un abandono en general de los estudios relacionados con la música, y en definitiva, a su muerte en Inglaterra, o cuando menos, a su degeneración desde el grado de perfección que había alcanzado.
Pero de pronto todo cambió. En 1660 Carlos II, el hijo del decapitado Carlos I, vuelve al país del exilio para iniciar la restauración de la monarquía. Y con él vuelven las artes y la música. Durante su estancia en la corte francesa de su primo Luis XIV, Carlos había quedado impresionado por el conjunto de músicos cortesanos Vingt -quatre violons du Roy e inmediatamente crea su equivalente británico. Además restituyó la música a la abadía de Westminster y creó su propia capilla real.
En gran medida Henry Purcell fue el músico de la Restauración británica. Aparte de ejercer el cargo de organista en Westminster, compuso música bajo los monarcas Carlos II, Jacobo II, Guillermo de Orange y María, y llegó a ser conocido como el “Orfeo Británico” al final de sus días. Definitivamente, tuvo suerte de nacer al final del periodo de puritanismo, que si bien solamente duró diez años en Inglaterra, podría haber truncado su carrera de haber nacido algo antes.
Hasta aquí parece explicado la primera parte de la afirmación que hacíamos al principio: la Restauración monárquica hizo posible la carrera de Purcell. Pero, ¿y la segunda, la que decía que la gloria del teatro británico de la época se debe en gran medida a Purcell?
El musicólogo John F. Runciman defiende que Purcell desperdició su talento componiendo para un teatro, el de su época, que él considera de escasa calidad: “It is a great pity that Purcell wasted so much time on these Restoration shows” (Purcell, 1909). A su juicio la vuelta de los Estuardo al trono prometía recuperar el esplendor cultural de la época isabelina, pero en cambio no pudo ofrecer a la escena más que unos textos mediocres y sin gracia (“The jollity and laughter were forced, and the new era of perpetual spring festival son became an era of brainless indecency”). Lejos quedaron para siempre los tiempos de Shakespeare, de Ben Johnson y de Christopher Marlowe.
Runciman sostiene que las letras que vinieron después del decenio puritano carecían de ingenio por completo o aplicaban un ingenio ácido y amargo pensado para hacer daño. Las obras de teatro de la época no serán recuperadas por su tono desagradable, frecuentemente combinado con la estupidez.
Nuestro beligerante crítico destaca el sentimiento de supremacía estética de la nueva horda de dramaturgos que, como John Dryden (con el que trabajó Purcell) o William Davenant, establecen las nuevas reglas despreciando por primitivo el teatro isabelino. Esto les lleva en ocasiones a reconstruir y “mejorar” para la escena obras de Shakespeare como La tempestad o Timón de Atenas. Muchas de las piezas musicales más notables de Henry Purcell fueron compuestas para estas “profanaciones” (desecrations).
En el último cuarto del siglo XVII Gran Bretaña desarrolla el género de la “semi-opera” o “English opera”, un formato de entretenimiento que al texto de la obra dramática le añade canciones y danzas. Purcell participó no poco en el desarrollo de este tipo de espectáculos, aportando piezas musicales a Diocleciano (1690) de Thomas Betterton (sobre una adaptación de La profetisa del dramaturgo isabelino John Fletcher), Rey Arturo (1691) del citado Dryden, La reina de las hadas (1692), una adaptación de El sueño de una noche de verano de William Shakespeare, Timón de Atenas (1694) y La reina india (1695).
Por lo general, no podemos concebir estas aportaciones a la música escenográfica como óperas; se trataba en cada caso de un puñado de canciones, danzas y temas para los entreactos. El único ejercicio de Henry Purcell en el campo operísitico es Dido y Eneas que sí que supone un ejemplo en el que la música conduce toda la acción dramática de la obra.
John F. Runciman se empeña en subrayar la baja calidad de la dramaturgia de la época, por lo patético de los libretos, cuya puesta en escena solamente salva la música, tanto de Purcell como de otros músicos contemporáneos suyos. Para él, pocos de los textos de las obras de ese final del siglo XVII inglés merecen el esfuerzo de ser leídos por lo malos que son. Y lo peor es que, a su juicio, la música de Henry Purcell fue demandada para acompañar precisamente a los peores de todos.
De esta forma, a modo de ejemplo, Runciman considera que la obra sobre el rey Arturo, King Arthur, no es más que una pantomima de trasgos en la que John Dryden dejó de lado el teatro con mayúsculas (“forgot about the aim and purpose of high drama”). Sobre Diocleciano no se muestra más benigno: si su autor se proponía escribir sobre el original de Fletcher la peor obra de teatro de la historia, su éxito fue casi absoluto (“if Betterton, who chose to maltreat it, was bent on making the very worst play ever written, it must be conceded that his success was nearly complete”).
Sin embargo, la música de Purcell con frecuencia se utilizaba para embellecer y “revender” textos anteriormente escritos y estrenados, que ahora se presentaban con música o con nuevos números musicales.
Por ejemplo, Runciman nos señala que la obra La reina india (The Indian Queen) fue producida antes de 1665 mientras que la música de Henry Purcell no fue añadida hasta el año de la muerte del compositor, 1695. Por otro lado, otra obra, El emperador indio (The Indian Emperor), fue estrenada por primera vez en 1665, pero no recibió la música de nuestro creador hasta 1692.
Y por ello, la segunda parte de la afirmación con la que abríamos este escrito cobra sentido: Henry Purcell aportó con su música brillo a un teatro de su época que para algunos es mediocre y carente de valor.
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