La palabra, y su relevancia dentro de la composición musical, es probablemente el elemento más significativo de la ruptura que supone la música barroca frente a las formas precedentes renacentistas. La polifonía heredada de la música medieval creaba una densa acumulación de capas de voces, que aunque producían un efecto bello y envolvente, impedían escuchar con claridad y entender el texto cantado.
En el año 1600 el cambio de siglo trae consigo una voluntad de ensalzar los textos y supeditar a éstos la melodía, y no al revés, como sucedía previamente. Y es algo que no surge porque sí, por la mera evolución en el tiempo de la técnica musical; se trata de un cambio deliberado concebido teóricamente, como lo subraya Manfred Bukofzer (Music in the Baroque Era, 1947):
“The deliberate renunciation of polyphonic style set an end to the renaissance and brought to the fore a new principle: the solo melody with a chordally conceived accompaniment./ La renuncia deliberada al estilo polifónico pone fin al Renacimiento y trae al frente un nuevo principio: la melodía en solitario con un acompañamiento concebido en acordes.”
La obsesión por recuperar el protagonismo de la voz humana tiene su origen en el grupo de músicos teóricos italianos autodenominado Camerata Florentina, cuyo intento de recuperar las formas de la música de la Grecia clásica desemboca en la creación de la monodia, un esquema basado en dos planos: una melodía en el plano superior y el bajo continuo en el plano inferior. Esta construcción rompe con la técnica contrapuntística anterior basada en varias voces o líneas musicales que se mueven de forma independiente.
El bajo continuo es un sistema de acompañamiento basado en unos acordes, pero que se deja a la improvisación del intérprete. Volviendo a Bukofzer:
“It required at least two players, one to sustain the bass line (string bass, or wind instrument) and the other for the chordal accompaniment (keyboard instruments, lute, theorboe, and the popular guitar)/ Requería al menos dos ejecutantes, uno para llevar la línea de bajo (instrumento de cuerda bajo o de viento) y otro para el acompañamiento de acordes (instrumentos de tecla, laúd, tiorba, y la popular guitarra).”
Pero en este nuevo escenario barroco dominado por la voz humana, ¿cómo quedaba la música instrumental? Pues bien, utilizando el sentido común, habría que sustituir la voz por un instrumento solista en el plano superior, lo que nos llevaría a la sonata. Sin embargo, esta evolución no se produjo tan espontáneamente ni con la decisión con la que los teóricos habían llegado a la monodia en el caso de la voz.
Durante el siglo XVI la composición de música para instrumentos estaba en gran medida sometida al canto y a la danza, es decir, no se componía música para un conjunto de instrumentos, de violas por ejemplo, sino que los instrumentos cumplían la función de doblar o sustituir la voz humana. Un buen ejemplo de esto es el Tratado de glosas de Diego Ortiz que contiene ornamentaciones e improvisaciones sobre formas vocales o esquemas de danza.
La música instrumental italiana se alimenta hacia 1600 de la música vocal francesa, en concreto, del género conocido como chanson parisina en el que destacaron nombres como Thomas Crecquillon, Clément Janequin y Claudin de Sermisy. La importación itálica tomó el nombre de canzone alia franzese o simplemente, canzona. De esta forma, surge en Italia un género de música para grupos de instrumentos, emancipada de la música vocal, que recopila numerosas composiciones en las dos primeras décadas del siglo, y que partiendo de la denominación canzon da sonar desembocará en la abreviatura sonata, que ya nos suena más familiar.
Hacia mediados del siglo XVII la creación de sonatas se ha generalizado, pero con el formato de dos instrumentos agudos y bajo continuo, o sea que implican a cuatro instrumentos. Esta modalidad se conoce como sonatas a trío o tríosonatas, por raro que suene, aunque la conocida como sonata a solo conlleva tres instrumentos.
La sonata a trío se extendió por toda Europa (bueno, por casi toda, porque en España no encontramos ejemplos) y se han llegado a identificar hasta ocho mil compuestas en alrededor de un siglo, entre las que destacan las de nombres como Purcell en Inglaterra, Couperin y Leclair en Francia y Biber y Buxtehude en Alemania.
La sonata a trío impulsa el protagonismo del violín que se convierte en la nueva estrella de la música barroca, si bien en el formato a trío el despunte del violín está más limitado, dado que los dos violines tienden más al diálogo en patrones rítmicos complementarios que a la realización de deslumbrantes ejercicios de estilo. No obstante, destaca en mayor medida el virtuosismo de este instrumento en las sonatas a solo que tras Fontana y Biagio Marini empiezan a componer músicos como Frescobaldi, Farina, Buonamente o Nicolaus.
El declive de la tríosonata comienza hacia la mitad del siglo XVIII con la “rebelión” de los instrumentos que hacen el bajo continuo, cuyo afán de protagonismo desmonta el esquema de este tipo de composición. El musicólogo Pepe Rey nos recuerda que Bach prefería escribir en sus obras toda la parte para clave, con lo que trastocaba la función de los instrumentos de la capa superior, y que un virtuoso del violoncelo como Luigi Boccherini no se resignaba a concebirlo como un mero acompañante, y le otorgaba al instrumento en sus composiciones una personalidad que requería un ejecutante abiertamente hábil.
La irrupción en escena del pianoforte sustituyendo progresivamente la función de la clave introduce un elemento más ruidoso a la hora de acompañar. Finalmente, el nuevo lenguaje orquestal que se extiende progresivamente cambia del todo la orientación estética, relegando a la obsolescencia las viejas formas del Barroco.
Por todo ello, desaparece en gran medida el esquema de sonata a trío que tanta popularidad cosechó hacia mediados del siglo XVII, pero no se puede obviar su papel trascendental en la definición de la propia identidad de la música instrumental emancipada de las formas vocales y de la danza.
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