La Baja Edad Media es testigo de la aparición en Europa de un teatro litúrgico cuyo último fin es educar al pueblo analfabeto en la historia sagrada y en los principios de la fe. En efecto, se considera que hacia el siglo IX se comienza a representar los himnos litúrgicos y otras piezas basadas en el recitado, que narraban una historia, ya fuese sobre la vida de Jesucristo, ya sobre la de los santos o la de los mártires preclaros.
De hecho, el teatro litúrgico se divide en dramas litúrgicos, si el argumento procede de las escrituras, y en Milagros y Misterios, si por el contrario emana de las vidas de los santos. Desde la perspectiva musical, que es básicamente lo que nos interesa, la música está subordinada a las obras y juega un papel secundario, y en el caso de los Misterios aparece de forma ocasional.
Curiosamente, y a pesar del olvido progresivo medieval de la tradición cultural grecorromana, algunos expertos observan influencias de las formas dramáticas profanas clásicas en estas representaciones religiosas. El musicólogo Adolfo Salazar identifica un paralelismo entre la evolución que lleva del culto dionisiaco al teatro griego y la que experimenta el teatro litúrgico:
“Los ritos dionisiacos pasaron de una primera etapa místico-mágica a una simbolización del dios y de sus virtudes, infundida en alegorías de fácil comprensión; después, a una ‘representación’ plástica de la historia del dios (y de los personajes secundarios o héroes, equivalentes a los santos, mártires y apóstoles), tras lo cual las representaciones rituales se desdoblan en dos partes: una, de carácter crecientemente abstracto, que se convierte en puras fórmulas, cuyo sentido acabará por escapar a las generaciones tardías y, finalmente, por evaporarse (si algo queda de ellas, será bajo la forma de ‘supersticiones’, de los objetos como fetiches o de gestos mágicos, para cerrar así el círculo); o bien, la otra rama conducirá a una extensión de las representaciones sagradas por distintas zonas, llevando subsiguientemente al teatro.”
A pesar de que los principales dramas litúrgicos están plasmados en manuscritos franceses e italianos entre los siglos XI y XIV, su origen se retrotrae hasta el siglo IX. Generalmente están asociados a dos elementos muy presentes en los ritos paganos, como son el nacimiento y la muerte y resurrección del dios, que en el marco cristiano coinciden con las fiestas de la Natividad y de la Pascua de Resurrección.
Al igual que la misa, estas piezas teatrales son inicialmente representadas por clérigos; en su origen no son otra cosa que breves diálogos entre pastores que van en busca del recién nacido, en un caso, o de las tres Marías que van a ungir el cadáver de Cristo, en otro, por poner dos ejemplos. Este último caso también era representado por sacerdotes.
En cuanto a la escena, estas representaciones comienzan a desarrollarse en el altar de las iglesias, aunque posteriormente salieron del templo y se llevaron a las plazas públicas, los mercados, o como en el caso de Inglaterra, al camposanto adyacente a la basílica.
De alguna forma, el teatro litúrgico complementaba la labor didáctica que ejercían en las iglesias y catedrales los elementos iconográficos como las imágenes y las vidrieras, que mostraban personajes u escenas de la historia sagrada. Dos buenos ejemplos de nuestro país que han llegado hasta nosotros son El misterio de Elche y El Canto de la Sibilia, que se celebraba en Mallorca y en Toledo.
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