domingo, 28 de junio de 2015

Sobre la música en la segunda parte del Quijote

Aprovechando que en 2015 celebramos que hace exactamente cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, resulta grato volverse a rebuscar anécdotas y pasajes singulares entre sus páginas. Estando en ello se me ha ocurrido intentar identificar, a modo de pasatiempo, las menciones a la música o a temas relacionados, que se hacen a lo largo de la obra. Ciertamente no son excesivos, a pesar de que abundan en ella otras artes, como la poesía y las representaciones escénicas, que de algún modo pueden estar relacionadas.

A mi juicio, esta segunda parte del Quijote es mucho más valiosa que la precedente, tanto por lo variado y diverso de los episodios que contiene, como porque tiene más de novela contemporánea y menos de literatura renacentista. Como nadie ignora, la trama se basa en la vuelta de Don Quijote y Sancho al camino, una vez que se ha publicado la primera parte y que son personajes conocidos, y después también de haberse publicado el denominado “Quijote apócrifo” de Alonso Fernández de Avellaneda, al que Cervantes quiere criticar y desautorizar en su libro de 1615.

El ejercicio de intentar encontrar menciones a la música y a instrumentos de la época nos puede ayudar a conocer la música que se interpretaba en ese comienzo del siglo XVII y cómo se interpretaba.

Iniciamos este viaje musical por la segunda parte del Quijote en el capítulo XII, en el que don Quijote y Sancho se topan al anochecer en un bosque con el Caballero de los Espejos, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco disfrazado, para hacerle burla al hidalgo. Cervantes describe cómo escuchan que “templando está un laúd o vigüela” y acto seguido entona cantando un soneto dedicado a su enamorada ficticia, Casildea de Vandalia. Resulta curioso cómo se confunden e intercambian a lo largo de la obra dos instrumentos distintos, aunque de técnica de ejecución parecida, como eran el laúd y la vihuela. Son dos cordófonos muy populares en el siglo XVI, pero que en el XVII estaban pasando de moda. La vihuela era una mezcla de laúd y guitarra de uso casi exclusivo en España.

El soneto como forma musical además de literaria viene del Renacimiento junto con las octavas y las décimas, que paulatinamente van siendo sustituidas en el Siglo de Oro por el romance nuevo, la letra para cantar y la seguidilla. Este es el soneto del bachiller:

—Dadme, señora, un término que siga,
conforme a vuestra voluntad cortado,
que será de la mía así estimado,
que por jamás un punto dél desdiga.
Si gustáis que callando mi fatiga
muera, contadme ya por acabado;
si queréis que os la cuente en desusado
modo, haré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho,
de blanda cera y de diamante duro,
y a las leyes de amor el alma ajusto.
Blando cual es o fuerte, ofrezco el pecho:
entallad o imprimid lo que os dé gusto,
que de guardarlo eternamente juro.
Nos topamos con la siguiente referencia en el capítulo XIX, en el episodio de las bodas de Camacho y Quiteria, cuando se nos describen las virtudes de Basilio el pobre, el verdadero amor de la novia. Entre las múltiples cualidades del mancebo se nos dice que “canta como una calandria y toca una guitarra que la hace hablar”.  La guitarra barroca sustituye en el siglo XVII en popularidad a la aristocrática vihuela. Su técnica rasgueada resulta más fácil de tocar y como instrumento trasciende el ámbito cortesano y llega a todas las clases sociales. Es por ello que no es de extrañar que un muchacho de origen humilde como Basilio sepa tocarla bien, aun sin formación musical.

En el mismo marco y dentro de las celebraciones de las bodas, se describe una danza con espadas, que hace a don Quijote mencionar que “bendito sea Dios, no se ha herido nadie”. La escena describe a veinticuatro chicos vestidos de blanco y con paños de tocar labrados de vivos colores que eran guiados por otro. Esta danza y la representación de corte clasicista que la sigue, en la que mozas disfrazadas de ninfas recrean una alegoría sobre el poder del dinero, parecen emular festividades clásicas griegas imaginadas por poetas muy posteriores. Por cierto, en este episodio se menciona también un instrumento musical: una gaita zamorana.

Saltamos hasta el capítulo XXVI en el cual tiene lugar la representación de títeres de maese Pedro que acaba con don Quijote destrozando a estocadas a los títeres, una de las escenas más conocidas de esta segunda parte. El retablo cuenta una historia de los romances medievales del ciclo carolingio, el rapto de Melisendra por el rey moro Marsil y su rescate por don Gaiferos, caballero de Carlomagno. El niño que va relatando la historia refiere en un momento dado que una ciudad moruna “se hunde con el son de las campanas, que en todas las torres de las mezquitas suenan”. Don Quijote le corrige afirmando que “entre moros no se usan campanas, sino atabales y un género de dulzainas que parecen nuestras chirrimías”. Efectivamente, el atabal o atambal ya figura entre la relación de los instrumentos de percusión que enumera el arcipreste de Hita en el Libro de Buen Amor. La chirimía es efectivamente un pariente cercano de la dulzaina actual y era uno de los instrumentos, junto con el bajón y el sacabuche, de los ministriles.

Ya en el capítulo XXXIV don Quijote y Sancho se hallan en el palacio de los duques y éstos, a modo de burla, idean un desfile fantástico encabezado por el diablo a través del cual se informa al hidalgo sobre cómo desencantar a Dulcinea. Tras una etapa de la parada ruidosa en la que los figurantes disparan arcabuces, se escucha llegar una música dulce y Sancho Panza dice una frase famosa: “donde hay música no puede haber cosa mala”. Más adelante aclara este juicio pues “la música siempre es indicio de recocijo y de fiestas”.

Más adelante, en el capítulo XLIV, la traviesa doncella de los duques Altisidora finge haberse enamorado perdidamente de don Quijote y le canta un romance de amor por la noche bajo su ventana. Cervantes relata la burla de la fingida muerte de Altisidora y el juicio a don Quijote y Sancho, y en donde está presente un arpista disfrazado de romano.

Don Quijote decide responder cantando igualmente a Altisidora, renunciando al amor que ella le ofrece, y para ello ordena “que se me ponga esta noche un laúd en mis aposentos”. Como comentábamos antes, la confusión entre el laúd y la vihuela es constante, pues un poco más abajo dice Cervantes “llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una vihuela en su aposento...”. También nos informa que el hidalgo algo sabía de música porque “habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinándola lo mejor que supo” entona un romance acompañándose del instrumento.

Ya de vuelta hacia el pueblo, en el capítulo LXVII, don Quijote y Sancho deciden hacerse pastores hasta que pase el periodo que le ha impuesto alejado de las armas el Caballero de la Blanca Luna, vencedor del combate en la playa de Barcelona. En esta ocasión se nos habla de instrumentos pastoriles como churumbelas, gaitas zamoranas, tamborines, sonajas y rabeles. También menciona el hidalgo el albogue, cuyo significado tiene que explicarle a Sancho pues éste desconoce el término: “unas chapas a modo de candeleros de azófar, que dando una contra otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no muy agradable, ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad de la gaita y del tamborín...”.

La última referencia a la música o a instrumentos que he podido encontrar en mi búsqueda dentro de esta magna obra está casi al final de la misma, poco antes de la muerte de don Quijote. Se trata de la expresión, hoy en desuso, “está ya duro el alcacel para zampoñas”. La zampoña es la típica flauta de pastor con varios tubos dispuestos en paralelo que se fabricaba de caña de alcacer o cebada verde. Es un refrán que se aplica a una persona que ya es mayor para emprender algo. En el contexto quijotesco, la frase se la dirige su sobrina al hidalgo cuando le oye planear con Sancho y con su amigo el cura el hacerse pastor y echarse al monte.

sábado, 20 de junio de 2015

Tonos Humanos: el pop del siglo XVII

En el auto sacramental El viático cordero escribe Calderón de la Barca:
“¿La música no es la cosa
que más agrada y deleita?
Como el tono sea nuevo,
ella cada día no es nueva
y se canta a una guitarra
misma, pues haz cuenta
que a nuevo tono no importa
el ser la guitarra vieja.”
El texto alude a una costumbre del siglo XVII de poner un texto nuevo a una melodía que ya había adquirido cierta popularidad e introduce el término tono. El denominado Tono Humano del Barroco español es cualquier pieza musical con un texto profano para una o varias voces, que se diferencia del Tono Divino en que éste lleva una letra de contenido religioso.

Para el musicólogo Miguel Querol existía en el Siglo de Oro una relación directa entre los poetas y los músicos, a menudo cimentada por una estrecha amistad, que llevaba a que los escritores suministrasen de textos directamente a los compositores. Esto justificaría la gran cantidad de tonos manuscritos dispersos por distintas colecciones y recopilaciones.

Calderón, Lope de Vega, Tirso de Molina… los grandes escritores de la época colaboraban estrechamente con el gremio de los músicos y a menudo ensalzan sus nombres en sus obras literarias, como nos recuerda el experto Rafael Mitjana a través del siguiente ejemplo de La Dorotea (1633) en la que Lope escribe:

“Los versos, Celia, yo y el tono aquel excelente músico Juan de Palomares, competidor insigne del famoso Juan Blas de Castro, que dividieron entre los dos la lira, árbitro Apolo.”
 Dos nombres, Juan de Palomares y Juan Blas de Castro, famosos compositores de tonos de la época. Blas de Castro debía de gozar de la admiración y de la amistad del Fénix de los ingenios pues éste le cita también en La Filomena:

“Las ninfas os harán ricos altares,
yo villancicos y Juan Blas los tonos
que cantarán en voces singulares.”
 Y en El acero de Madrid:

“Arroyuelos cristalinos,
ruido sonoro y manso
que parece que corréis
tonos de Juan Blas cantando,
porque ya corriendo aprisa
y ya en las guijas despacio,
parece que entráis en fugas
y que sois tiples y bajo.”
 Pero a pesar de la afición que le manifestaba Lope de Vega, Juan Blas no era el único compositor de tonos del XVII, como es obvio. Si nos acercamos a una de las más importantes recopilaciones de la época, el Cancionero de Sablonara, podemos ampliar la lista de nombres. 

Se trata de una compilación realizada por Claudio de Sablonara, que fue copista o “puntador” de la Capilla Real entre 1599 y 1633. Dice el autor en la dedicatoria que realiza a Wolfgang Wilhelm, Conde de Neuburg y Duque de Baviera, que “ningún príncipe se aventaja a Vuestra Alteza en ser aficionado a ella [a la música] he buscado y recogido los mejores tonos que se cantan en esta Corte a dos tres y cuatro [voces] para presentarlos a Vuestra Alteza del mismo punto y letra que los suelo escribir para Su Majestad y Infantes”.

Y gracias a la melomanía de este noble germano de visita en la corte de Felipe IV,  Sablonara nos ofrece piezas autores como Mateo Romero el Maestro Capitán (22 composiciones),  el citado Juan Blas de Castro (18 piezas), Gabriel Díaz de Besón, Álvaro de los Ríos (8 canciones cada uno), Pujol (aporta 7), Manuel Machado (4 composiciones) y Miguel de Ariza (2 piezas). Además incluye un tema de Juan de Palomares y uno de Juan de Torres, Juan Bono y Diego Gómez, respectivamente. Cierran la lista del cancionero dos composiciones anónimas. Son setenta y cinco piezas en total: romances, villancicos, endechas, folías y seguidillas.

La de Sablonara no es la única evidencia que nos queda de los tonos barrocos españoles. Existen además las siguientes recopilaciones:
  • Los tres tomos manuscritos de Romances y letras de a tres voces de la Biblioteca Nacional, que dan cuenta de obras de Pujol, Guerrero, Garzón, Bernardo, Peralta, Juan de la Peña, Gaspar García, Juan Palomares y Diego Gómez.
  • También en la Biblioteca Nacional, Tonos humanos a cuatro voces copiado por Diego Pizarro en 1655. 
  • Nolasco de Olot, fraile capuchino, descubrió el denominado después de él Cancionero de Olot, una recopilación de obras de autores como Comes, Pujol, Ignacio Mur, Benito Figuerola, Romero, Juan Blas, Álvaro de los Ríos y Francisco Company.
  • Tonos castellanos de la biblioteca de los duques de Medinaceli, que también incluye obras de Juan Blas de Castro, Diego Gómez, Company, Gabriel Díaz, Francsico Gutierrez, Francisco Muñoz, Palomares, Pujol y un elevado número de autores anónimos.
  • Juan Arañés fue maestro de capilla de la Seo de Urgel y es el autor de la compilación Libro segundo de Tonos y villancicos a 1, 2, 3 y 4 voces con la cifra de la guitarra española a la usanza romana (1624), que tiene la particularidad de incluir el acompañamiento instrumental.
  • El denominado Cancionero de Onteniente, pues fue copiado por el presbítero de Onteniente Baltasar Ferriol en 1645, que está compuesto nada menos que por 98 folios numerados y tres sin foliar con obras de un gran número de autores.
Son el ejemplo de las fórmulas musicales populares del Siglo de Oro, el pop del XVII,  que se basaba tanto en la mejor literatura de la época como en las melodías de los mejores compositores.

domingo, 14 de junio de 2015

El siglo de la guitarra española

La popularidad de la aristocrática vihuela a lo largo del siglo XVI, que en España fue el instrumento equivalente al laúd del resto de Europa, entra en declive en el siglo siguiente. Ya en el mundo Barroco cede su protagonismo a la guitarra, que entonces adquirió el sobrenombre de “española” y que ahora denominamos “barroca”.

Se trataba de un cordófono mucho más accesible y fácil de tocar que la vieja vihuela y su interpretación comienza a extenderse por todos los estamentos sociales. Con el tiempo la vihuela se asimila y confunde con la guitarra, hasta el punto que el doctor Juan Carlos Amat al final de su tratado Guitarra Española y Vándola (Barcelona, 1586) homologa, por así decirlo, la vihuela con la guitarra. En el siglo XVIII ya será difícil distinguir una de otra.

La guitarra que se tocaba a principios del siglo XVII era ya muy parecida a la actual, aunque todavía tenía solamente cinco cuerdas dobles afinadas por pares al unísono. Se convierte la técnica de este instrumento en una seña de identidad nacional española que en el extranjero se apresuran a imitar.

A modo de ejemplos, Giovanni Ambrosio Colonna publica en 1620 en Milán su obra Intavolatura di chitarra alla spagnola y Luis de Briceño hizo lo propio en París en 1626 con su método para tocar la guitarra á la façon espagnole.

En España también surgen grandes tratadistas entre los que sobresale sobre todos los demás el aragonés Gaspar Sanz seguido de lejos de Lucas Ruiz de Ribayaz. Ambos cimentan la técnica de la guitarra barroca a través de sus obras. Es lamentable el problema de la falta de una imprenta musical española en el siglo XVII que estuviese a la altura de la alta calidad de los estudios teóricos de la época.

Para hacernos una idea de la penuria a la que se enfrentaban los músicos, baste saber que Gaspar Sanz tuvo que grabar él mismo las planchas de cobre que iban a servir para la impresión de su obra. Por otro lado, Ruiz de Ribayaz declaraba en el prólogo de la suya que había intentado “que lo que se llega a ejecutar fuese como se escribe comúnmente”, pero que “no se ha podido ajustar a las imprentas”. Una pena, pero por lo menos los dos libros salieron aun con baja calidad de impresión.

Sanz publica en 1674 su Instrucción de música sobre la guitarra española, cuyo título completo es Instrucción de música sobre la guitarra española y método de sus primeros rudimentos, hasta tañerla con destreza. Con dos laberintos ingeniosos, variedad de Sones y Danças de Rasgueado y Punteado, al estilo Español, Italiano, Francés e Inglés. Con un breve Tratado para acompañar con perfección sobre la parte, muy esencial para la Guitarra, Arpa y Órgano, resumido en doze reglas y ejemplos los más principales de contrapunto y composición.

El autor recogió las enseñanzas de los más avanzados tratados de la época, como los españoles de Amat y Doizi, así como de los italianos de Granata, Corbett, Benevoli, Ciano y Lelio Colista. Se inspiró además en las técnicas de otros instrumentos, como las de la escuela italiana de violín, justificándolo porque su método, nos dice, “conducirá mucho para tañer las sonadas cromáticas de violines que vienen de Italia, que por no haber quien dé alguna luz a los instrumentistas de España (aunque son muy diestros) les causa novedad y dificultad grande cuando ven un papel de la música italiana con tantos sostenidos y bemoles”.  Vamos, que dice abiertamente que los músicos patrios tenían serios problemas con la escala cromática.  

Aparte de la técnica avanzada que expone Gaspar Sanz en su libro, adquiere éste un valor añadido como fuente de información sobre los géneros musicales populares en la época, especialmente en el capítulo de la danza. Para hacernos una idea de la riqueza y variedad del conjunto, mencionar que entre otras aparecen las siguientes figuras: gallardas, danza de las hachas, folías, paradetas, matachín, zarabandas, jácaras, canarios, marionas, villanos, españoletas, marizápalos, pavanas, rugero, pasacalles, tarantela, alemandas, gigas, corrientes, chaconas, la miñona de Cataluña, la minina de Portugal, caballería de Nápoles con dos clarines, trompetas de la reina de Suecia, el clarín de los mosqueteros del rey de Francia, preludios, fantasías y fugas.

Tres años después de la publicación de la Instrucción de Sanz aparece la obra del burgalés Lucas Ruiz de Ribayaz bajo el título Luz y Norte musical para caminar por las cifras de la Guitarra Española, y Arpa, tañer y cantar á compás por canto de órgano; y breve explicación del Arte, con preceptos fáciles, indubitables, y explicados con claras reglas por teoría y práctica.

El experto Rafael Mitjana califica el libro de Ruiz de Ribayaz como muy inferior al de Sanz: “A pesar de su pretensión de ser una especie de estrella polar para guiar por el buen camino a los aficionados a la guitarra, la obra de Ruiz de Ribayaz es muy inferior a la que pretende imitar pues, sin ir más lejos, su sistema de tablatura es bastante defectuoso”. Es cierta la influencia de un libro sobre el otro, pero quizá resulta excesivo ese desprecio de la obra del burgalés que por su parte realiza aportaciones interesantes en el campo de la técnica del rasgueado.

Otro tratado sobre la guitarra de la época digno de mención es Poema harmónico compuesto de varias cifras por el temple de la guitarra española de Francisco Guerau de 1674, que ofrece también numerosos ejemplos de piezas musicales, cantos y danzas populares.

El libro antes mencionado de Luis de Briceño publicado en París también tuvo mucho éxito en España, conociéndose aquí como Método muy facilissimo para aprender a tañer la guitarra a lo español. Briceño expone cómo había recopilado en su obra “cosas curiosas de romances y seguidillas y juntamente unas sesenta liciones diferentes, un método para templar, otro para conocer los acordes todos por un orden agradable y facilissima”. Los expertos destacan la calidad del sistema de tablatura que propone esta obra.

Una última referencia sobre la difusión de la guitarra en la España barroca es Arte de la guitarra de Joseph Guerrero, un breve tratado cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Se trata de un siglo que consolida hasta nuestros días la importancia de la guitarra como instrumento característico de la cultura española.

sábado, 6 de junio de 2015

Henry Purcell y el teatro de la Restauración en Inglaterra

Se dice que Henry Purcell le debe su fama y su brillante carrera a la Restauración de los Estuardo en Inglaterra tanto como el teatro de esa época le debe al músico gran parte de su esplendor, que para algunos es el único brillo que tiene. Siento empezar este escrito con una especie de galimatías o acertijo, pero intentaré arrojar luz sobre el tema a lo largo de los próximos párrafos.

Purcell nació hacia 1658 o 1659 (no se ha encontrado su partida de nacimiento) durante el gobierno denominado Commonwealth que presidió el Lord Protector Oliver Cromwell. Estrictamente hablando, es un periodo de la política británica que se extiende desde 1653 hasta 1660, pero en sentido amplio abarca desde 1649, año en el que el rey Estuardo Carlos I es ejecutado en el palacio de Whitehall a finales de la guerra civil que enfrenta a monárquicos y defensores del Parlamento.

Se trata de alrededor de un decenio en el que la estricta moral del puritanismo, que buscaba purificar la Iglesia de Inglaterra de cualquier remanente de “papismo” católico, impone a la población un férreo y riguroso orden de conducta pública. Y entre los campos que más sufren de este papanatismo religioso están las artes en general, y en particular, la música y el teatro.

Las artes escénicas fueron consideradas actividades degeneradas ya desde la era isabelina, a pesar de que es entonces cuando florecen sin parangón en Londres. La propia reina Isabel I autorizó mediante un decreto las representaciones de compañías de actores ambulantes, pero  siempre que las obras hubiesen sido aprobadas por las autoridades locales o los jueces de paz. El texto prohibía expresamente tratar temas religiosos y políticos (“Matters of religion or of the governance of the estate of common weal”).

Pero el gobierno republicano revolucionario acabó con este espíritu tolerante y suprimió el teatro, llegando incluso a derribar en 1642 el mítico edificio The Globe que había albergado las primeras representaciones de muchas de las obras universales de William Shakespeare.

La música no corrió mejor suerte: los puritanos prohibieron la música instrumental en las iglesias y disolvieron los coros de las catedrales, permitiendo solamente el canto de salmos y cantatas bíblicas. No obstante, Oliver Cromwell, gran amante de la música él mismo, mantuvo un pequeño grupo de músicos para su deleite personal. Merece la pena reproducir el lamento por la muerte de la música en Inglaterra que profiere en 1656 John Hingeston, director musical del ensemble del Lord Protector:

“By reason of the late dissolucion of the Quires in the Cathedralls where the study & practice of the Science of Musick was especially cherished, Many of [its] skilfull Professors . . . have during the laste Warrs and troubles dyed in want and there being now noe preferrment or Encouragement in the way of Musick, Noe man will breed his Child in it, soe that it needes bee that the Science itself must dye in this Nacion . . . or at least it will degenerate much from the perfeccion it lately attained unto.”
Básicamente, Hingeston expresa en el texto precedente su pena por la disolución de los coros de las catedrales, donde la ciencia musical se cultivaba, y por la falta de ocupación en la que quedan los maestros de la materia, que en ocasiones les llevá a morir en la indigencia, lo que conduce a un abandono en general de los estudios relacionados con la música, y en definitiva, a su muerte en Inglaterra, o cuando menos,  a su degeneración desde el grado de perfección que había alcanzado.

Pero de pronto todo cambió. En 1660 Carlos II, el hijo del decapitado Carlos I, vuelve al país del exilio para iniciar la restauración de la monarquía. Y con él vuelven las artes y la música. Durante su estancia en la corte francesa de su primo Luis XIV, Carlos había quedado impresionado por el conjunto de músicos cortesanos Vingt -quatre violons du Roy e inmediatamente crea su equivalente británico. Además restituyó la música a la abadía de Westminster y creó su propia capilla real.

En gran medida Henry Purcell fue el músico de la Restauración británica. Aparte de ejercer el cargo de organista en Westminster, compuso música bajo los monarcas Carlos II, Jacobo II, Guillermo de Orange y María, y llegó a ser conocido como el “Orfeo Británico” al final de sus días. Definitivamente, tuvo suerte de nacer al final del periodo de puritanismo, que si bien solamente duró diez años en Inglaterra, podría haber truncado su carrera de haber nacido algo antes.

Hasta aquí parece explicado la primera parte de la afirmación que hacíamos al principio: la Restauración monárquica hizo posible la carrera de Purcell. Pero, ¿y la segunda, la que decía que la gloria del teatro británico de la época se debe en gran medida a Purcell?

El musicólogo John F. Runciman defiende que Purcell desperdició su talento componiendo para un teatro, el de su época, que él considera de escasa calidad: “It is a great pity that Purcell wasted so much time on these Restoration shows” (Purcell, 1909). A su juicio la vuelta de los Estuardo al trono prometía recuperar el esplendor cultural de la época isabelina, pero en cambio no pudo ofrecer a la escena más que unos textos mediocres y sin gracia (“The jollity and laughter were forced, and the new era of perpetual spring festival son became an era of brainless indecency”). Lejos quedaron para siempre los tiempos de Shakespeare, de Ben Johnson y de Christopher Marlowe.

Runciman sostiene que las letras que vinieron después del decenio puritano carecían de ingenio por completo o aplicaban un ingenio ácido y amargo pensado para hacer daño. Las obras de teatro de la época no serán recuperadas por su tono desagradable, frecuentemente combinado con la estupidez.

Nuestro beligerante crítico destaca el sentimiento de supremacía estética de la nueva horda de dramaturgos que, como John Dryden (con el que trabajó Purcell) o William Davenant, establecen las nuevas reglas despreciando por primitivo el teatro isabelino. Esto les lleva en ocasiones a reconstruir y “mejorar” para la escena obras de Shakespeare como La tempestad o Timón de Atenas. Muchas de las piezas musicales más notables de Henry Purcell fueron compuestas para estas “profanaciones” (desecrations).

En el último cuarto del siglo XVII Gran Bretaña desarrolla el género de la “semi-opera” o “English opera”, un formato de entretenimiento que al texto de la obra dramática le añade canciones y danzas. Purcell participó no poco en el desarrollo de este tipo de espectáculos, aportando piezas musicales a Diocleciano (1690) de Thomas Betterton (sobre una adaptación de La profetisa del dramaturgo isabelino John Fletcher), Rey Arturo (1691) del citado Dryden, La reina de las hadas (1692), una adaptación de El sueño de una noche de verano de William Shakespeare, Timón de Atenas (1694) y La reina india (1695).

Por lo general, no podemos concebir estas aportaciones a la música escenográfica como óperas; se trataba en cada caso de un puñado de canciones, danzas y temas para los entreactos. El único ejercicio de Henry Purcell en el campo operísitico es Dido y Eneas que sí que supone un ejemplo en el que la música conduce toda la acción dramática de la obra.

John F. Runciman se empeña en subrayar la baja calidad de la dramaturgia de la época, por lo patético de los libretos, cuya puesta en escena solamente salva la música, tanto de Purcell como de otros músicos contemporáneos suyos. Para él, pocos de los textos de las obras de ese final del siglo XVII inglés merecen el esfuerzo de ser leídos por lo malos que son. Y lo peor es que, a su juicio, la música de Henry Purcell fue demandada para acompañar precisamente a los peores de todos.

De esta forma, a modo de ejemplo, Runciman considera que la obra sobre el rey Arturo, King Arthur, no es más que una pantomima de trasgos en la que John Dryden dejó de lado el teatro con mayúsculas (“forgot about the aim and purpose of high drama”). Sobre Diocleciano no se muestra más benigno: si su autor se proponía escribir sobre el original de Fletcher la peor obra de teatro de la historia, su éxito fue casi absoluto (“if Betterton, who chose to maltreat it, was bent on making the very worst play ever written, it must be conceded that his success was nearly complete”).

Sin embargo, la música de Purcell con frecuencia se utilizaba para embellecer y “revender” textos anteriormente escritos y estrenados, que ahora se presentaban con música o con nuevos números musicales.

Por ejemplo, Runciman nos señala que la obra La reina india (The Indian Queen) fue producida antes de 1665 mientras que la música de Henry Purcell no fue añadida hasta el año de la muerte del compositor, 1695. Por otro lado, otra obra, El emperador indio (The Indian Emperor), fue estrenada por primera vez en 1665, pero no recibió la música de nuestro creador hasta 1692.

Y por ello, la segunda parte de la afirmación con la que abríamos este escrito cobra sentido: Henry Purcell aportó con su música brillo a un teatro de su época que para algunos es mediocre y carente de valor.

lunes, 1 de junio de 2015

Accademia del Piacere nos trae el mejor Barroco español con Cantar de Amor

El panorama de la música antigua en España cada vez cobra más fuerza. Cada vez son más abundantes las nuevas propuestas y los proyectos que nos ayudan a conocer y comprender mejor los sones de siglos pasados, desde perspectivas a menudo inéditas y en todo caso interesantes. Debemos celebrar que cada vez hay más grupos de jóvenes intérpretes con ganas de hacer cosas en este campo.

En esta ocasión Accademia del Piacere nos acerca con su disco Cantar de Amor los sones del desconocido primer Barroco español. Algunos afortunados pudimos asistir a la presentación del proyecto en el Auditorio Nacional el pasado enero, unos días antes de su grabación.

El CD se centra en una época oscura en la música de nuestro país -oculta pero no ausente-, de la que poco a poco vamos sabiendo más,gracias al trabajo investigador de conjuntos como éste que dirige el violagambista Fahmi Alqhai, o como La Galanía de la soprano Raquel Andueza, que realizó un magnífico ejercicio en este campo en 2010 con Yo soy la locura.

Se trata de un siglo turbulento y confuso que se abre con la obra de un viejo soldado de don Juan de Austria, que en los últimos años de su vida proyecta la nostalgia del pasado glorioso de una España ahora en descomposición en su patético personaje. Sin quererlo y sin saberlo, creando a aquel heroico manchego Cervantes estaba inventando al personaje de la novela contemporánea (o al hombre contemporáneo), si nos atenemos a las teorías del crítico literario Harold Bloom.

El orden de la forma artística renacentista se funde y se disuelve, complicándose y amparándose en los contrastes. El crítico de arte suizo Heinrich Wölfflin lo expresa de este modo: “El siglo XVII encontró belleza en la oscuridad que devora la forma. El estilo del movimiento, el impresionismo, se atiene por naturaleza a una cierta imprecisión.” Hablamos de la ambigüedad, de huir de claridad y de la línea para entrar en el campo del claroscuro y de lo pictórico. Del Barroco, en suma, y la música no es ajena a estos principios plásticos.

Prueba de esta dicotomía, de este juego de contrastes, es la combinación presente en Cantar de Amor de piezas burlescas y jocosas junto a temas que expresan de forma sublime el dolor producido por las heridas del amor. El querer como juego cómico y como enfermedad de alma. Todo cabe.

Nuestra España tradicionalmente parece haber quedado al margen del movimiento Barroco que arranca en Italia a finales del XVI supeditando la música a la palabra. Pero no es así. La riqueza del primer Barroco musical español que nos trae la Accademia de Piacere brilla con luz propia, a pesar de que la influencia de las formas del Barroco europeo no empieza a sentirse en nuestras partituras hasta principios del siglo XVIII.

Fue un periodo artístico singular a pesar del declive social y político, como reconoce Antonio Cánovas del Castillo (Historia de la decadencia de España, 1910): "Al acabar el siglo XVI, sentía la nación cierto cansancio disculpable en lo grande de las obras que había ejecutado, y de las empresas que durante el anterior había acometido. Pero era cansancio, no decadencia aún lo que sentía. [..] Todavía nuestros historiadores eran los más doctos y más elegantes, y nuestros poetas y novelistas, y arquitectos y pintores daban aún asombro a los presentes, esperando a que llegase el tiempo de infundirlo en los venideros."  No era natural ni normal que en una época en la que, a pesar de la crisis económica e institucional, España manifiesta un florecimiento espectacular de las artes plásticas, de la arquitectura y de la literatura, en una era de esplendor cultural sin parangón, que la música quedase al margen del fenómeno.

Los miembros de la Accademia junto al tenor Juan Sancho, que pone su voz al proyecto, han querido articular este homenaje al Siglo de Oro en torno a la figura del compositor Juan Hidalgo y a los músicos españoles e italianos con los que coincidió en la corte del monarca Felipe IV.

Hidalgo es uno de los precursores de la ópera en España, aunque ésta no llegó a cuajar como género aquí, cediendo el protagonismo a la zarzuela patria. A pesar de que su nombre no suele aparecer en los manuales sobre historia universal de la música, la calidad de su obra es equiparada a la de sus contemporáneos Lully y Purcell, que marcan y definen una etapa en la historia de la música europea.

Nos encontramos en Cantar de Amor  con una selección de catorce temas de la época de figuras como Juan Hidalgo, Gaspar Sanz, José Marín, Francisco Guerau, Mateo Romero “Capitán” y Andrea Falconieri. Desde los ritmos más festivos a los más sentidos.

Juan Sancho nos lleva con su voz desde el juego desenfadado de No piense Menguilla ya de Marín, Trompicávalas Amor y Ay, que me río de amor de Hidalgo, hasta la belleza de los cantos desesperados Esperar, sentir, morir y La noche tenebrosa. Nos encontramos a lo largo del disco con unos textos que nos recuerdan que proceden del gran siglo de las letras españolas, como por ejemplo, el de  Esperar, sentir, morir, firmado por Melchor Fernández de León:

“Esperar, sentir, morir, adorar,
porque en el pesar de mi eterno amor
caber puede en su dolor
adorar, morir, sentir, esperar.”

La música y las letras van muy unidas de la mano en este siglo XVII como prueba el hecho de a primera ópera de la que se tiene noticia en nuestro país, La selva sin amor,  llevaba el libreto firmado por el mismísimo Lope de Vega.

Los temas instrumentales comparten protagonismo con los que canta Sancho y entre ellos destaca por su belleza melancólica Marionas de Francisco Guerau, una auténtica delicia para los oídos.

La formación de Accademia del Piacere incluye a los hermanos Alqhai, Fahmi y Rami, y a Johanna Rose a las violas da gamba y otros instrumentos de arco, a Javier Núñez tocando el clave (que el año pasado firmó en solitario un magnífico disco sobre música italiana para tecla), Enrike Solinís a la guitarra barroca y archilaúd, y finalmente, incorpora al veterano percusionista Pedro Estevan.

El director del proyecto, Fahmi Alqhai, relata en el vídeo del making of de la obra cómo el equipo ha trabajado recomponiendo material instrumental y metiéndolo en la propia estética de la Accademia. Como en otros trabajos del conjunto, a pesar de  ser un disco clásico de términos de contenidos han pretendido realizar una aproximación novedosa al tema tratado.

“Nunca hay una lectura somera de lo que es la música” afirma Alqhai. Esta música les ha llegado “casi como un esqueleto” y el trabajo artístico consiste en investigar cómo hubiesen sonado estas piezas en la época en que fueron compuestas. Y es que la música antigua tiene no poco de arqueología.

Accademia del Piacere busca realmente dejar una huella muy personal en cada trabajo que llevan a cabo relacionado con la música antigua, tratando de llevarlo a su terreno y de ponerle sentimiento, o corazón, como dice Fahmi.

Innovadores como pocos, los miembros de la Accademia, sorprenden hasta en la imagen que nos ofrecen en el disco, una fotografía deliciosa en la que más que un ensemble de música barroca parecen un grupo de heavy metal o una banda de forajidos salidos de un spaguetti western, por la pose entre atrevida y desafiante.

Cantar de Amor es un disco imprescindible para todo aquel que quiera internarse en nuestro mejor Barroco, pero también para quien busque disfrutar de una música sensible y maravillosa.