jueves, 26 de septiembre de 2013

Los orígenes amatorios de la gaita

La denominada canción del alba es un género de poesía trovadoresca provenzal centrado en el tema de los amantes que, tras pasar la noche juntos,  deben separarse con la salida del sol. El profesor Fuente Cornejo de la Universidad de Oviedo amplía la definición con los siguientes términos: “el acento, por tanto, recae en la separación de los amantes que provoca una tensión psicológica”.  

La poesía galaico-portuguesa importa el género de la chanson d´ aube de la vecina Francia y la renombra como alvorada en el siglo XIII. Un ejemplo de esto es el siguiente poema de Nuño Fernández Torneol:
Levad, amigo que dormides as manhanas frías:
Toda-las aves do mundo d´amor dizian.
Leda m´and´eu

Levanta, amigo que duermes en las albas frías:
todas las aves del mundo de amor platican.
Alegre yo voy
Factor de crucial importancia en el ejercicio de estas actividades amorosas ilícitas era el despertar a tiempo de no ser descubierto por el padre, el marido, el tutor o cualquier otro factor aguafiestas de la líbido. Parece ser que esta función recaía sobre los guardas de las torres altas del castillo, los gaite de la tor. Los vigías velaban los juegos de los amantes, a menudo a petición de éstos, como en el poema anónimo francés llamado precisamente Gaite de la Tor:
Vigía de la torre,
vigilad alrededor
de los muros, ¡Dios os proteja!
porque ahora reposan
dama y señor
y los ladrones van de caza.
Pues bien, de acuerdo con lo expuesto por el musicólogo Adolfo Salazar, el origen del término “gaita”, instrumento musical tan fuertemente asociado a la cultura gallega ancestral, no derivaría de orígenes celtas, como se acepta comúnmente, sino de estos “vigilantes del amor” de la poesía trovadoresca.

De acuerdo con su tesis, “gaita” tiene una raíz común en distintos idiomas relacionado etimológicamente con la guardia:
“…garde y gardien en francés; guarda y guardar en castellano; warnen, avisar, prevenir y warte, atalaya; warten, cuidar, tener cuidado de algo o alguien, en alemán (la contigüidad semántica de atalaya y avisar es significativa), así también wärter, guarda; wait (pronunciado guait), aguardar, cuidar, servir, en inglés, de donde waiter, camarero, el servidor de cámara.”
A juicio de Salazar, en aquellos siglos de la baja Edad Media no se aplicaba el nombre “gaita” al instrumento de viento compuesto para tocar melodías floridas y una larga nota pedal a la vez que alimenta sus tubos con un odre que almacena el aire. Se apoya en la falta de referencias al respecto en la obra de los poetas de época, y en concreto, del Arcipreste de Hita, que era un gran conocedor de los instrumentos juglarescos, como ya indicamos en otra ocasión.

Las miniaturas de los libros de la época presentan instrumentos que se pueden asociar a la gaita pero no los denominan como tal, como es el caso del odrecillo mencionado en el Libro de Buen Amor.

Concluye Adolfo Salazar que en Galicia habría adquirido un instrumento el nombre de lo que en principio fue una función: poner en aviso a los amantes.

martes, 17 de septiembre de 2013

Música de shakuhachi: cuando la naturaleza no tiene prisa

Recientemente escuche al musicólogo australiano John Griffiths definir la música renacentista para vihuela como una música no apta para ser tocada en público, sino como un ejercicio de meditación que el intérprete debe realizar en la soledad de su alcoba. Es curiosa esta concepción de la música, más propia de las culturas orientales, como un vehículo para el conocimiento interior del ser humano.

En efecto, en el Japón tradicional los monjes Komusō practicaban Suizen, la meditación soplando una flauta larga de bambú o shakuhachi, frente a la meditación clásica de manera sentada o Zazen. Alcanzaban a través de la interpretación instrumental estados elevados del alma.

Los Komusō pertenecían a la secta del budismo zen de los Fuke, que llegó a Japón desde China en el siglo XIII. Era un orden mendicante que vagaba errante por el país pidiendo limosna y tocando la flauta shakuhachi. Su nombre se puede traducir por el poético nombre de “monjes del vacío o de la nada” y su vestimenta incluía una cesta de mimbre en la cabeza que les cubría el rostro por completo, como forma de desapego terrenal.

La música de shakuhachi es evocadora e hipnótica; es como una llamada al interior del ser, como un diálogo íntimo con uno mismo, como una llamada a la calma y a la introspección procedente de la naturaleza.

La tradición de la flauta shakuhachi se mantiene viva en nuestros días. Entre los intérpretes actuales del instrumento, en este medio he destacado en otros textos a Rodrigo Rodríguez, argentino residente en España que estudió con el maestro Kakizakai Kaoru en el International Shakuhachi Kenshu-kan School.

Recientemente hablé de su último CD dedicado a la figura y la epopeya de Hasekura Tsunenaga, uno de los primeros embajadores de Japón en la corte española del siglo XVI. En este post quiero compartir el vídeo que aparece a continuación que, como me indica el propio Rodrigo, “es una pieza Honkyoku en el estilo de takuhatsu del Kinko Ryû - 琴 古 流 School, y fue interpretada por el Komusō o sacerdote expresar su gratitud al regresar el cuenco para el dueño de casa después de recibir limosnas”.

Es sin duda una melodía envolvente y pausada que me recuerda a la cita de Lao Tzu que Rodrigo Rodríguez ha incluido en el comentario del vídeo en YouTube: “la naturaleza no se apresura, pero todo se completa”.


lunes, 9 de septiembre de 2013

Su nombre, Cabezón, ¿para qué seguir?

Este título forma parte del epitafio que ordenó escribir Felipe II en la tumba de Antonio Cabezón, situada en el antiguo convento de San Francisco el Grande:

“En este sepulcro descansa aquel privilegiado Antonio, que fue el primero y el más glorioso de los organistas de su tiempo. Su nombre, Cabezón, ¿Para qué seguir?, cuando su esclarecida fama llena los mundos y su alma mora en los cielos. Murió, ¡ay!, llorándole toda la Corte del Rey Felipe, por haber perdido tan rara joya.”

Cabezón es uno de los escasos compositores españoles renacentistas citados en los tratados de música internacionales, que suelen ser especialmente parcos a la hora de citar bardos ibéricos. Esto nos puede dar una idea de la importancia de la figura que nos ocupa, quien en alguna ocasión ha sido definido con cierta audacia como “el Bach español”.

Organista y compositor para tecla, Antonio Cabezón es una personalidad clave para entender el proceso de autonomía que la música instrumental estaba llevando a cabo en la primera mitad del siglo XVI respecto a su tradicional dependencia del género vocal. Su aportación tiene una vertiente de experimentación y explotación de formas instrumentales nuevas como el tiento o la diferencia, y otra de difusión de sus hallazgos y maestría por las cortes europeas, como músico cortesano que acompañaba a sus monarcas en los viajes oficiales.

Sobre el talante innovador de la obra del burgalés (pues era originario de Castrillo de Matajudíos) da buena cuenta el musicógrafo Siegfried Dehn en una carta que le escribe a su amigo Franz Liszt en 1853:

“Mucho más que los contrapuntistas italianos me interesan los compositores españoles del siglo XVI, y en primer lugar, Cabezón que, además de por su música da que pensar a mi canosa cabeza por el significado de su extraño nombre, Cabezón. El descubrimiento de sus obras (del año 1578) me ha hecho adoptar un punto de vista completamente nuevo, no sólo sobre los orígenes de la música instrumental, sino en general sobre los de la música figurativa.”

Al igual de otros grandes músicos de todos los tiempos, y de no pocos maestros de la tecla, Antonio Cabezón era ciego de nacimiento, factor que a juicio de su hijo Hernando, también teclista, desarrolló su extraordinaria sensibilidad musical:

“…para que acrescentándose la delicadeza del sentido del oyr, en lo que faltava de la vista, y duplicándose en él aquella potencia quedase tan aventajado y subtil…”

En cualquier caso, su talento no pasa inadvertido en la corte, pues desde 1526, con dieciséis años, entra a servir como músico de cámara y organista, primero bajo la Emperatriz Isabel de Portugal y después de Carlos V y Felipe II. Por suerte, Antonio conoció el máximo éxito profesional en vida, algo que otros compositores solamente alcanzan después de su muerte.

Un aspecto que hemos destacado al hablar en otros textos de otros músicos de la época es el cosmopolitismo que les caracterizaba y las oportunidades que encontraban de intercambio de conocimientos con sus homólogos de otros países. Cabezón se beneficio de su cargo de organista de la corona para acompañar a los monarcas, primero el emperador Carlos y posteriormente su hijo Felipe, en sus visitas a cortes europeas.

Una de sus más señaladas peregrinaciones fue de más de un año en Inglaterra, entre 1554 y 1555, siguiendo a su monarca Felipe II cuando éste fue a contraer matrimonio con María Tudor. A menudo se ha señalado que su avanzada e innovadora técnica de composición para teclado podría haber influido en la obra de músicos de la corte británica de la talla de Thomas Tallis y William Byrd.

Otra mujer del rey Felipe, Isabel de Valois, fue una gran amante de la música y reunió a partir de 1560 en Toledo a Antonio Cabezón con compositores e intérpretes de la talla del vihuelista Miguel de Fuenllana. También ejercía aquí Hernando, el hijo de Antonio, que además sería el editor de su obra.

A pesar de que tocó todos los géneros organísticos de la época, a Cabezón se le reconoce la maestría en el tiento, una obra imitativa y polifónica, equivalente al motete vocal, y con carácter normalmente contemplativo e introspectivo.

Murió en Madrid en marzo de 1566, donde finalmente se estableció la antaño corte itinerante. El elogioso epitafio que le dedicó el monarca Felipe II nos da una idea de lo valorado que fue en vida por su siglo. Pero la proyección de su obra a lo largo de los siglos nos da su verdadera talla y grandeza como compositor. 


miércoles, 4 de septiembre de 2013

King Arthur de Purcell: ¿ópera o teatro musicado?

La música escénica que compuso Purcell, una parte importante en los últimos años de su vida entre 1690 y 1695, ha despertado no poca controversia a la hora de ser etiquetada. Aunque comúnmente son obras conocidas como óperas, la verdad es que en gran medida no dejan de ser piezas teatrales con números musicales.

Títulos como The Tempest, The Fairy Queen o King Arthur son demasiado fragmentarios e inconexos, desde el punto de vista de la narrativa musical, como para que su argumento sea entendido sin el apoyo de los diálogos y de la puesta en escena.

El caso que nos ocupa, King Arthur, contiene abundantes números instrumentales que carecen de sentido interpretados aparte de la acción. Quizá esto sea debido a que  realmente es una obra de teatro a la que posteriormente se le ha añadido una partitura musical, no una ópera concebida como tal desde su gestación.

En parte la confusión se debe al subtítulo que le adjudicó su autor, John Dryden, “una ópera dramática”. Y a pesar de que durante la Restauración se consideraba como ópera cualquier obra con efectos escénicos, que no tenía  necesariamente por que ser cantada en su totalidad, King Arthur escapa también a esta definición tan laxa.

La música de esta representación artúrica, si bien contiene números muy bellos, carece de la grandiosidad de otras obras de Henry Purcell, como The Fairy Queen. De hecho, la puesta en escena se mantenía en pie con dos o tres solistas que interpretaban varios papeles cada uno, como el barítono John Bowman y la soprano Charlotte Buttler. Además, la orquesta no incluía timbales, que suponían un signo de ostentación y grandeza en las obras de Purcell.

De hecho, la “casi ópera” del rey Arturo ya tenía una extensa vida cuando llegó a las manos (a la pluma, a la batuta) de Purcell, pues el libreto fue escrito por Dryden en 1684. El destino de la pieza era celebrar el jubileo de Carlos II y de paso exaltar la restauración de la casa Estuardo en Inglaterra tras el periodo revolucionario.

Pero el monarca, como hombre de su siglo, rechazó el halago del músico y prefirió para conmemorar sus años de reinado algo más al gusto francés, por lo que John Dryden se vio obligado a componer la opera afrancesada Albion and Albanius, que fue estrenada en 1685. Las hazañas de Arturo quedaron relegadas en un cajón.

La necesidad obligó a Dryden a volver a escribir para ganarse la vida con la escena, de forma que años después desempolvó el libreto de King Arthur y se lo envió a Henry Purcell para que lo musicase. Las transformaciones que sufrió el texto fueron importantes a juzgar por las propias declaraciones de Dryden:

“The Numbers of Poetry and Vocal Musick are sometimes so contrary, that in many places I have been oblig´d to cramp my Verses and make them rugged to the Reader, that they may be harmonious to the Hearer”.

Básicamente lo que expresa el texto anterior es que tuvo que sacrificar la elegancia de sus versos (a su juicio) para que pudiesen adaptarse a la música.

A pesar de que King Arthur parte de la literatura medieval sobre el género, como la obra de Monmouth, Dryden se desvía en la trama de la leyenda artúrica al uso (Camelot, Ginebra, la Tabla Redonda…) y crea una especie de comedia o pantomima a la inglesa.

No obstante, mantiene el espíritu patriótico y de formación del espíritu inglés que acompaña a toda la literatura artúrica escrita en las Islas Británicas (un tema en el que profundicé hace años en un artículo publicado en la revista Historia y Vida), y exalta la creación de Inglaterra como país y como poder. Es algo presente en la pieza que presenta el vídeo siguiente.